viernes, 11 de marzo de 2016

PERFECTIBLE.

    Como todo buen hombre dedicado a lo suyo, Negrete siempre tuvo la certeza de que lo que veía era la realidad, y dudarlo equivaldría a ser menos, un grado menos perceptivo y preciso, lo cual para él equivalía a ser menos que humano. ¡Cómo gozaba al advertir a los demás de sus probables errores, y cómo se solazaba en los elogios hipócritamente francos y los sutiles fruncimientos de labios que revelaban la presencia de la envidia en sus compañeros de trabajo y de vida en general! Era el hombre preciso, en el lugar y en el momento precisos y con el sentido común más claro.
    De más está decir que Negrete pocas veces era tratado tan bien cuando volvía la espalda; pero esto él lo sabía y lo reconocía como natural. Era superior, mejor que los demás y no le daba pena reconocerlo. Sabía que los demás no disfrutarían de alguien que les recordara qué tan descuidados eran.
    Por ejemplo, aquella noche de Año Nuevo en que Guadalupe, su mujer desde hacía veinte años, su fiel, mas nada perfecta compañera y madre de sus dos hijos adolescentes, lavaba los trastes. Guadalupe, a fuerza de costumbre, lavaba y secaba a conciencia todos los trastos usados esa noche familiar mientras los parientese y uno que otro amigo colado remataban con buen humor su sidra, la cuba o el tequilita. Era una noche muy especial, una noche de paz y de promesas de cambio para bien. Guadalupe recordaba por sobre todas, las noches de Año Nuevo de su infancia y adolescencia cuando su madre la miraba y le decía:
-No Lupita, deja ahí. Hoy no tienes que hacerlo. Es Año Nuevo y debemos estar todos juntos compartiendo. Mañana habrá tiempo suficiente para lavar el trasterío. Vamos a la sala, que tu tía Fernanda acaba de llegar y quiere que todos sus sobrinos le den su abrazo...
    Y Guadalupe recordab, y soñaba. Guillermo sin embargo, no era tan flexible. Era "un hombre perfectible", como él decía, y elogiaba la perfección y la precisión por sobre todas las cosas. Mas Gaudalupe estaba quizá un poco distraída esa noche, y guardó un refractario de un juego junto con los de otro. Este era de-froma-cuadrada, y los había acomodado con los de-forma-rectangular. Guadalupe se dió cuenta del terrible error justo cuando Guillermo entraba a la cocina a buscar más refresco de toronja para el tequila de los invitados, y su ojo de águila reconoció el gazapo en fracciones de segundo.
-Gorda... ¿otra vez?
-Sí mi amor, Ya lo noté. Es que estoy un poquito cansada. Pero ahorita lo acomodo, en cuanto termine con los demás trastes.
-Guadalupe, Guadalupe... ¿Por qué luego? Después se te va a olvidar y eso se va a quedar ahí. ¿Sabes cómo se llama eso, Guadalupe? Desorden. Caos. Suciedad. Descuido. No, hazlo, anda...
    Guadalupe ya había pasado por suficientes escenitas de ese tipo como para saber que el reproche de Guillermo era auténtico y tan sincero como para provocar un disgusto familiar. Así que volvió a subirse al taburete y volvió a acomodar los refractarios. En perfecto orden. Y por supuesto, la exagerada meticulosidad de Guillermo se extendía, no sólo al resto de su familia, sino al de la raza humana.
    Pero de lo que más se preciaba Guillermo Negrete era de su precisión para determinar los hechos. Siempre tenía la razón. Siempre... Fuera un error de tipografía por parte de su secretaria (que detestaba tomar dictado o redactar correspondencia), o un descuido en la tarea de álgebra de sus hijos (que odiaban la insistencia de su padre en ayudarlos a hacer sus deberes escolares) o un casi siempre minúsculo embrollo causado por un dato mal emplazado en una hoja de cálculo en la computadora de un subalterno (todos los que trabajaban a sus órdenes fruncían el gesto cuando el Licenciado Negrete supervisaba).
    Una noche Negrete viajaba por la carretera en su auto impecablemente revisado, muy bien preparado para los negocios y acaso un poco de placer furtivo en otra ciudad. Negrete nunca había creído en los OVNIS, consideraba obviamente que eran fantasías colectivas de gente ignorante e incluso que quien clamaba haber sido visitado por semejantes efectos especiales estaba definitivamente mal del coco. Pero una de las mejores cualidades de Guillermo Negrete, que era un hombre perfectible, no perfeccionista como lo llamaban, era precisamente reconocer cuando podía cambiar de parecer, siempre por supuesto en privado. Por eso cuando la luz apareció frente a su automóvil en aquella solitaria carretera, Negrete estaba plenamente convencido de que sabía lo que veía. La luz, blanca por supuesto, se posó sobre el camino con lo que innegablemente se podría llamar Majestuosidad. Con su habitual tino, Negrete apreció que Lucas y Spielberg simplemente no sabían nada acerca de como los OVNIS aterrizaban.
    Tanto misteriosa como predeciblemente, su auto dejó de funcionar, pero Negrete no supo (y jamás confesaría eso) ni cómo ni cuándo. Mucho menos por qué. Había perdido todo sentido del tiempo, mas seguro como estaba de que un encuentro cercano del tercer tipo era una experiencia que se debía vivir a tope -¡y nada más importante que las experiencias de la vida!-, no le importó; ya habría ocasión de hacer cálculos certeros. Así que con determinación salió del auto, que se había detenido por sabría Dios qué fuerza, sin desviar su atención y contempló la luz, parado frente a su carro, expectante. Su vista infalible era desafiada por la pureza del tono blanco de aquel resplandor, y a la vez porque podía apreciar colores imposibles y hermosos fluyendo dentro de ella. Transfigurado, susurró un "ay, Dios" entrecortado; sus labios apenas se movieron. Supo entonces lo que realmente significaba pensar en voz alta, pero no logró distinguir hasta dónde pensaba realmente o desde dónde comenzaba a sentir. Y como no lo distinguía, no lo sabía, y tal inconsistencia no le molesto en ese momento.
    Apenas había decidido acercarse a la luz y 'tocarla' cuando percibió las figuras. Dos humanoides caminaban hacia él con paso muy tranquilo, casi con parsimonia o incluso petulancia, como si no pudieran ser menos que superiores a él. Y Negrete por su parte estaba seguro de que lo eran.
    Los dos hombres, y Negrete no se equivocó en eso, los dos eran del género masculino, terminaron de cubrir la distancia entre los tres. Lo miraron, sonriendo una amabilidad realmente ultraterrena, y el más hermoso -no pudo menos que pensar eso- le habló:
-Hola, Guillermo Negrete.
    Y por supuesto que no le sorprendió que el desconocido supiera su nombre.
-Hola... ustedes...- formuló la respuesta tal y como debía, tal y como quiso; en parte preguntando, en parte dando pie a algo más. Pero nunca recibió más respuesta. Los miró a los ojos, preguntándose fugazmente si lo iban a llevar con ellos, a un lugar de ciencia y máquinas perfectas y de resoluciones sencillas a los enigmas de ese mundo atrozmente imperfecto.
    Los ojos del que hablaba con él eran de un azul como nunca lo había visto. Su melena corta era realmente dorada y rodeaba el rostro quizá un tanto afeminado (¡tan hermoso era!), como un halo traslúcido a causa del resplandor que los rodeaba. Su ropa era azul, la camisa un poco más oscura que el pantalón. Lo más impresionante era sin embargo el extraño mismo. Era alto, lucía fuerte sin ser musculoso, con un porte y un aire de nobleza e incluso de pureza indudable.Negrete miró en sus ojos pues, y su faz, su sonrisa, el azul ignoto de sus iris hablaba nada más que de paz. Y el hombre rubio habló, y sus palabras fueron de oro.
-Debes venir con nosotros, Guillermo Negrete-. El rubio sonrió nuevamente, se dio vuleta y se fue por el mismo camino hacia el interior de la luz.
    Fue entonces cuando el otro extraño fue verdaderamente notado por Negrete. Era muy alto, y lastimosamente delgado y pálido. El azul medianoche de sus ropas le daba un cierto aspecto de elegancia, pero también de intensa sobriedad... literalmente. Negrete percibió en su mente la expresión tal cual, "sobriedad intensa", somo si su rostro inexpresivo y pálido, y quizá algo triste, delatara que su seriedad era la única forma de pasión que sería expresada por él, pero que esa sobriedad era precisamente, una forma de pasión.
    El desconocido le tendió la mano delgada y maciza. Negrete la tomó una vez pasada la ráfaga conjunta de duda y m iedo -un profundo y sincero miedo- que lo inundó de repente. Pero el miedo desapareció una vez que Negrete sintió, y así precisamente, que debía ir con él. Los dos caminaron en pos del primero, hacia la luz.
    Entrar a ese OVNI fue la más extraña y hermosa experiencia jamás vivida por Guillermo Negrete. Era hermosa, porque a través del velo de sus sentidos, Negrete sabía -sin adjetivos, sin grados ni condiciones-, que estaba ahí; que estaba viviendo ese momento trascendente y que todo era cierto. Era extraña sin embargo, porque el OVNI, la 'nave interestelar' no era lo que esperaba. Negrete pensó en franquear el acceso, o la escotilla, y encontrar una estancia grande, de tenue atmósfera new age y salpicada de luces y botones y símbolos ilegibles; portadora de mandos, controles, instrumentos y sillones absorbentes o planchas de laboratóricos exámenes hechas de metal desconocido. Lo único que encontró fue más luz, una luz sin bordes ni fronteras, un albor neblinoso infinito a trescientos sesenta grados y tres dimensiones, o quizá más. Ahora, lo más peculiar que Negrete podía sentir, o más bien saber, era una misteriosa certeza de traslado, de movimiento; su auto abandonado y su viaje de negocios suspendido; su vida misma dejada atrás y desconcertantemente, muy abajo. Y también, aunque no hubiera podido asegurarlo, se sentía inmensamente solo; no lleno de esa soledad que le traía el saberse mejor que los demás, infalible, y el poder demostrarlo. Unicamente se sentía solo y un poco ansioso, como quien ha olvidado ir a algún lugar o hacer algo, o como si hubiera olvidado llevar algo consigo. O quizá... ¿a alguien? Pero Negrete nunca había olvidado nada, nunca se había sentido así y por lo tanto no podía reconocer la sensación plenamente.
    Y tanta era su soledad que al darse cuenta que el extraño de cabellera negra -por alguna razón Negrete no podía llamarlo alienígena-, seguía a su lado, se sobresaltó. Negrete se volvió hacia él y miró su rostro impasible. -¿A... uhm, a dónde vamos...?- preguntó, un poco turbado al encontrar los grises ojos.
    Lo que siguió, Negrete no supo cómo manejarlo. El extraño lo miró fijamente, y su tristeza lo conmovió profundamente y a la vez lo asustó; pero lo más extraño fue lo que el hombre dijo, y cómo. Porque Negrete no entendió una sílaba.
    Sí, el extraño habló, mas su voz tersa y grave fue un canturreo de sonidos en un idioma desconocido que Negrete pudo interpretar como mezcla de Ruso, Inglés, Swahili, dialecto Jawa y los indescifrables tonos de un fax; todo grabado unto en una cinta magnetofónica tocada en reversa.
    -Ah...- contestó demudado, y decidió esperar a que viniera el hombre rubio antes de preguntar nada. Pura, inalterada sensatez.
    Tiempo después -aunque, ¿cuánto?-, el rubio llegó, justo cuando Negrete analizaba y comprendía la apremiante sensación que lo embargaba. Ese cosquilleo sólo podía significar que, adondequiera que fuese, ya habían llegado a su destino.
    El extraterrestre -porque extrañamente, Negrete sí podía llamarlo así-, llegó como saliendo de la nada y sonrió una vez más al terrícola. Negrete notó un considerable aumento del apremio en su interior, pero "al contacto" con la hermosa sonrisa, se transformó en una euforia, pues sí, proporciones cósmicas.
-Ya hemos llegado, Guillermo Negrete-, y la sonrisa era más hermosa que nunca.
-¿Dónde, qué es aquí, qué...?
-Es El lugar, Guillermo, a donde al fin perteneces...
    Negrete nunca supo cómo, pero la "nube de luz" se desvaneció alrededor de ellos. Y la sustituyó un lugar hermoso, un sueño de dimensiones eternas y gozosos significados, y a poca distancia de ellos, un extraño con ropa blancas extendía su mano libre. En la otra una llamarada de fuego brilló, al franquear el paso hacia el centro de la inenarrable paz que golpeaba a Negrete como olas de un agua invisible. Negrete comprendió. Todo.
    Entendió que nunca supo cuando se quedó dormido sobre el volante. Supo que no había sufrido al salirse del camino y volcarse; se alivió al saber que Rita, su amante diez años menor que Guadalupe, no estaba ahí con él. Sintió pena por dejarla olvidada así, sin despedirse.
    Volteó sin sobresaltos, y preguntó al extraño:-¿Cómo... cuáles son sus nombres? ¿Tienen alguno?
    El rubio simplemente contestó: Uziel...
    El moreno trinó en su lengua extraña, que Negrete ahora podía entender y supo se llamaba Enoquiano, al menos en algunos lugares: Azrael.
    Y cuando vió al Hombre sentado a la Derecha de aquel Trono indescriptible, supo dónde estaba, y esta vez... pues, esta vez no se equivocó.