Traspuso la entrada con una sensación similar a la primera vez que pisó un bar, hacía mucho en otro mundo; una mezcla fluctuante de nerviosismo y excitación, aprensión y -sí, por cierto-, euforia pura.
Parte de esa euforia fue detonada al abrir la puerta, por el sonido algo desgastado de la campanilla -ding-, que denunciaba la entrada de otro disoluto comensal, tan parecida a la que resonaba en su conciencia cada vez que -y eso se le hizo tan claro como los ojos de su abuela-, elegía ignorar lo que el vacío mundo estaba tratando de decirle. Y aun, tenía la sensación de que incluso si lo que iba a intentar funcionaba, eso no sería todo. Que faltaba algo más.
Caminó con calma por el local, la luz baja delineando perfectamente las mesas altas, redondas y compactas con sus tres sillas a juego, sin resultar intensa pero tampoco dejando lugar a rincones demasiado oscuros. Ni siquiera tras la barra, con el consabido espejo posterior camuflado por un caleidoscopio apropiadamente dionisiaco resultaba iluminada en su totalidad, y ello siempre le había gustado; el pequeño lugar se ofrecía siempre íntimo y cálido, hasta pícaro e incitante, como si cualquier cosa pudiera tener la oportunidad de suceder ahí: un buen negocio, una nueva amistad, un encuentro lascivo y delirante o tal vez incluso un romance eterno. Y también, quizá...
Ahora un poco más nervioso que antes, tomó asiento en un reservado casi al centro del lugar e intentó concentrarse en la imagen que había visualizado todo el día: un hombre, solo, sentado junto a la barra de desgastada apariencia, pero barnizada con dedicación y más limpia de lo que uno podría esperar; alguien portando la soledad como una gabardina de la talla perfecta. Por un segundo, sin saber por qué, imaginó a una mujer, ciertamente una prostituta, cansada y triste. Cerró los ojos y se enfocó en la idea original; un paso a la vez, no quería arruinar el experimento, ¿o sí?
Raúl Sifuentes aun no superaba la impotencia, la sensación de injusticia cósmica, la enorme soledad que sentía. Con cansancio, un cansancio infinito, sacó su cartera y de ella la fotografía en la que concentraba todo su calvario presente y quizá futuro. En ella su esposa, joven todavía y hermosa como una madona de expresión ligeramente cansada pero alegre sentaba en su regazo a su hija, tan pequeña y adorable, un querubín en vestido azul, de cabellera color tostado. Todavía quedaban en la imagen restos de la alegría y el orgullo, y aquel amor tan absoluto que por aquel tiempo lo asustaba en ocasiones, al imaginarlo perdido de cualquier descabellada manera. Ahora que había sucedido sabía que había tenido razón en temer. Miró la foto, a la madre hermosa que antaño sollozó su nombre con placer entre sábanas revueltas y que ahora pensaba en él con asesino desprecio; sintió el amor y el odio y el rencor, revoltijo psicótico corroyéndolo de adentro hacia afuera sin tener la decencia de matarlo de una vez. Miró a su hija, su niña por siempre y para siempre, que hoy era una mujercita confundida, beligerante e impertinente, vengadora taimada de su niñez muerta entre gritos e insultos, con la manipulación y el chantaje como armas punzocortantes de propia y acertada elección.
Sintió sus ojos arrasarse y estiró la mano, asiendo el vaso donde dos hielos ardían en agonía definitiva. Sus ojos después hicieron contacto con los de la mujer en el otro extremo de la barra, iniciando un diálogo mudo que terminó un segundo después:
-Hoy no preciosa, no estoy de humor.
-Yo tampoco cariño, pero cuando gustes...
-Gracias, buenas noches. Cuídate.
-Tú también cariño. Tú también.
Ella desvió la mirada súbitamente al fondo del bar, donde un hombre estaba sentado en el reservado del centro, con los ojos cerrados. No lo había visto entrar. Debía estar más cansada de lo normal, porque desde la posición privilegiada en la que estaba dominaba todo excepto los baños. Y desde luego, la gente no se materializaba del aire, eso sería magia, y ella sabía que no existían ni magia ni milagro alguno. Raúl Sifuentes siguió su mirada, y pensó fugazmente en que no había reparado antes en la presencia del fulano. En ese instante, justo cuando Jennifer -Graciela de día-, regresó a su último trago antes de salir a buscar un tercer cliente esa noche, el hombre abrió los ojos, y luego éstos se abrieron aun más, con alarma o sorpresa, cosa que realmente a Sifuentes no le importaba. Dirigiéndole una leve inclinación de cabeza a manera de saludo, volvió al tormento de su fotografía y al nepente del whisky de regular calidad.
Y luego desapareció en el aire, saco arrugado, fotografía y vaso medio vacío incluídos, ante los atónitos ojos del (Ya No Tan) Último Hombre en el Mundo.
Este, sabedor de que no tenía caso perseguir o insistir en otro encuentro, en otra aparición, sustracción o lo que fuera, su teoría ya comprobada, desolado por la brevedad del contacto pero extasiado ante el parco saludo de aquel hombre cuya tristeza brillaba en la tenue luz del bar, se levantó y fue al siguiente lugar anhelando la inminente confirmación de la idea que ejercía esta vez el incesante revoloteo de mariposa en su cabeza:
Los perros perdieron de vista a sus amos, y por un segundo dejaron de Ser en ese otro mundo o dimensión aparte, hasta que llegó el silbido, la llamada del amo. Los gatos son esencialmente individualistas, excepto cuando se aparean. Y la rata... bueno, ésa estaba lejos del nido, aparentemente. Pero todas las criaturas estaban solas cuando las trajo de vuelta, y por eso sólo podía traer a una a la vez. Y ahora ese hombre, evidentemente solitario, ese hombre había regresado de donde quiera que hubiera ido todo el mundo. Todo ser vivo, excepto él.
Estaba completamente, indiscutiblemente ecstático. Imaginen si hubiera abierto los ojos a tiempo y visto también a Jennifer, antes de que ésta volviera a su trago, a su incompleta cuota de la noche y lo mirara contrariada salir con prisa del bar, un cliente potencial perdido al que no tenía ganas de perseguir, y que se dirigía directamente al lugar donde dormían los indigentes...
Concluirá...