viernes, 28 de abril de 2017

Ojos de Niño. Cuando el Tiempo lo cura absolutamente todo.

Ojos de Niño.


    El suave murmullo del generador cuántico murió en un zumbido que al viajero no pudo más que parecerle... elegante. Pero no se atrevió a apearse aun, sería mejor esperar. Las luces y guarismos en el tablero se apagaron, y él quedó envuelto en el alba joven, aun gris.

    El chico -ese chico que apenas podía reconocer- saldría rumbo a la escuela en algunos minutos más. Había tiempo.

    Luchó sin embargo contra la tentación de pensar demasiado en su misión. No podía haber, no habría cargos de conciencia ni sentimientos personales o escrúpulos. Esta misión era la más importante de todas las que había tenido, y no fallaría. No dudaría. Porque donde el Extremismo y la Anarquía habían fallado, el Tiempo sería implacable.

    Sin embargo deseó tener algo, un último lazo que romper, una fotografía que contemplar por última vez, un recuerdo cualquiera de alguien. Pero hacía mucho tiempo que no tenía a nadie. Y ya casi era la hora.

    Apenas un par de minutos después de apearse del artefacto que lo llevó de regreso en el Tiempo, la puerta de la casa se abrió. La mañana era fresca y el chico llevaba el suéter rojo del uniforme con gusto ésta vez. Con asombro, pensó que no vería el contraste de su sangre al correr por el súeter cuando le rebanara el cuello. La puerta se cerró, el chico partió rumbo a la escuela a paso ligero.

    Lo alcanzó. En el viejo terreno baldío lleno de recuerdos, el viajero contempló sus propios ojos de niño mientras se asesinaba y el Universo se hundió en la primera y última paradoja temporal.

    Ya no importó más que los otros doce viajeros tuvieran éxito con ellos mismos o no.





viernes, 7 de abril de 2017

El Muro Verde.

El Muro Verde.

    Creyó escuchar un pájaro cantando, a pesar de la obvia imposibilidad. La inminencia de su final dejó de ser el lecho del Universo, y fue sustituída por la evidente presencia de la Muerte.

    El cielo era un vacío gris y los cadáveres de las nubes manchadas de sangre negra yacían inmóviles en él. La tierra, una herida reseca que se extendía quizá hasta más allá del propio horizonte, de todo posible horizonte visible. Lo sabía a pesar de sólo poder yacer así, la vida escapando como vapor por cada orificio natural y por supuesto, por los nuevos. Se dió cuenta que jamás sabría cuántas heridas tenía en total, cuáles de ellas eran la razón de su presente, moribundo ser, cuántas podrían haber sido sólo recuerdos del dolor. El dolor mismo se había ido, o quizá ya estaba tan muerto sin morir del todo, que ya ni el dolor se interesaba en él.

    Comenzó a sentir la extrañeza de su ínfimo lugar en el Universo, su insignificancia en el mundo; y fue como hacerse más grande al tiempo de ir cayendo: su mente que se apagaba fue repasando a los amigos que hizo en esa guerra, en ese país tan lejano de su hogar; no sólo pensó en las mujeres con las que compartió noches breves de un placer que se asfixiaba en la bolsa de la tragedia, las volvió a sentir: tibias, gozosas, pero temerosas del día siguiente. Y volvió al lado de la que dejó en casa y que le dió todo, cuerpo y alma y amor, en una primera y última noche, juntos y unidos en la tristeza y la urgencia y la ternura concentrada antes del adiós que ahora sabía, había sido definitivo.

    Y pensó también en su madre y sus dos hermanos; él bendecido por la enfermedad y por tanto frustrado e incapaz de venir a morir con él; ella muy probablemente liberada de un matrimonio gris y opaco por ésta guerra a la vez inclemente y piadosa. La frágil mujer envejecida antes de tiempo que lo amó más que a nada fue la última imagen en su memoria.

    Cuando se fue la vida al fin, no gimió ni se quejó. ¿Para qué? Sólo tosió dos veces, quedamente; el aire sustituído por burbujas de sangre borboteando en su garganta, y todo fue y dejó de ser, los ojos fijos en la nada que ahora era el mundo.

    "¡Corte!", dijo el Director, y así accionó el switch que le hizo levantarse, entre aplausos y sonrisas de franca admiración del staff, de los compañeros actores y de cualquier otro ente que poblara ese microuniverso comprimido a los pies del enorme muro verde que después se verá como un mundo muerto.

    Mil palmadas en la espalda precedieron el alivio después del trabajo; mientras hacía la eterna caminata hacia el tráiler y su mágica ducha renovadora de alta tecnología. Mucho más tarde, acariciaría uno o dos cuerpos tibios; alcohol para calentar el alma, cocaína o píldoras para el olvido y el disimulo; pequeños caprichos íntimos para celebrar la vida.

    Pero antes de todo ese olvido, el rostro ante el espejo, agua y sal corriendo por su cara; la mano crispada en convulsivo puño; luchando desesperadamente por convencerse que aun sigue vivo, porque aun se siente muerto.