El suave murmullo del generador cuántico murió en un zumbido que al viajero no pudo más que parecerle... elegante. Pero no se atrevió a apearse aun, sería mejor esperar. Las luces y guarismos en el tablero se apagaron, y él quedó envuelto en el alba joven, aun gris.
El chico -ese chico que apenas podía reconocer- saldría rumbo a la escuela en algunos minutos más. Había tiempo.
Luchó sin embargo contra la tentación de pensar demasiado en su misión. No podía haber, no habría cargos de conciencia ni sentimientos personales o escrúpulos. Esta misión era la más importante de todas las que había tenido, y no fallaría. No dudaría. Porque donde el Extremismo y la Anarquía habían fallado, el Tiempo sería implacable.
Sin embargo deseó tener algo, un último lazo que romper, una fotografía que contemplar por última vez, un recuerdo cualquiera de alguien. Pero hacía mucho tiempo que no tenía a nadie. Y ya casi era la hora.
Apenas un par de minutos después de apearse del artefacto que lo llevó de regreso en el Tiempo, la puerta de la casa se abrió. La mañana era fresca y el chico llevaba el suéter rojo del uniforme con gusto ésta vez. Con asombro, pensó que no vería el contraste de su sangre al correr por el súeter cuando le rebanara el cuello. La puerta se cerró, el chico partió rumbo a la escuela a paso ligero.
Lo alcanzó. En el viejo terreno baldío lleno de recuerdos, el viajero contempló sus propios ojos de niño mientras se asesinaba y el Universo se hundió en la primera y última paradoja temporal.
Ya no importó más que los otros doce viajeros tuvieran éxito con ellos mismos o no.