El Muro Verde.
Creyó escuchar un pájaro cantando, a pesar de la obvia imposibilidad. La inminencia de su final dejó de ser el lecho del Universo, y fue sustituída por la evidente presencia de la Muerte.
El cielo era un vacío gris y los cadáveres de las nubes manchadas de sangre negra yacían inmóviles en él. La tierra, una herida reseca que se extendía quizá hasta más allá del propio horizonte, de todo posible horizonte visible. Lo sabía a pesar de sólo poder yacer así, la vida escapando como vapor por cada orificio natural y por supuesto, por los nuevos. Se dió cuenta que jamás sabría cuántas heridas tenía en total, cuáles de ellas eran la razón de su presente, moribundo ser, cuántas podrían haber sido sólo recuerdos del dolor. El dolor mismo se había ido, o quizá ya estaba tan muerto sin morir del todo, que ya ni el dolor se interesaba en él.
Comenzó a sentir la extrañeza de su ínfimo lugar en el Universo, su insignificancia en el mundo; y fue como hacerse más grande al tiempo de ir cayendo: su mente que se apagaba fue repasando a los amigos que hizo en esa guerra, en ese país tan lejano de su hogar; no sólo pensó en las mujeres con las que compartió noches breves de un placer que se asfixiaba en la bolsa de la tragedia, las volvió a sentir: tibias, gozosas, pero temerosas del día siguiente. Y volvió al lado de la que dejó en casa y que le dió todo, cuerpo y alma y amor, en una primera y última noche, juntos y unidos en la tristeza y la urgencia y la ternura concentrada antes del adiós que ahora sabía, había sido definitivo.
Y pensó también en su madre y sus dos hermanos; él bendecido por la enfermedad y por tanto frustrado e incapaz de venir a morir con él; ella muy probablemente liberada de un matrimonio gris y opaco por ésta guerra a la vez inclemente y piadosa. La frágil mujer envejecida antes de tiempo que lo amó más que a nada fue la última imagen en su memoria.
Cuando se fue la vida al fin, no gimió ni se quejó. ¿Para qué? Sólo tosió dos veces, quedamente; el aire sustituído por burbujas de sangre borboteando en su garganta, y todo fue y dejó de ser, los ojos fijos en la nada que ahora era el mundo.
"¡Corte!", dijo el Director, y así accionó el switch que le hizo levantarse, entre aplausos y sonrisas de franca admiración del staff, de los compañeros actores y de cualquier otro ente que poblara ese microuniverso comprimido a los pies del enorme muro verde que después se verá como un mundo muerto.
Mil palmadas en la espalda precedieron el alivio después del trabajo; mientras hacía la eterna caminata hacia el tráiler y su mágica ducha renovadora de alta tecnología. Mucho más tarde, acariciaría uno o dos cuerpos tibios; alcohol para calentar el alma, cocaína o píldoras para el olvido y el disimulo; pequeños caprichos íntimos para celebrar la vida.
Pero antes de todo ese olvido, el rostro ante el espejo, agua y sal corriendo por su cara; la mano crispada en convulsivo puño; luchando desesperadamente por convencerse que aun sigue vivo, porque aun se siente muerto.
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