NO HAY NADIE.
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Alargó la mano y buscó el botón que detendría la minúscula conflagración ocasionada por el despertador sobre el buró. Alguna vez incluso se había detenido a pensar en cómo el cuerpo se educa para hacer esas cosas aun dormido, como el sentido que te permite tocarte la nariz o rascarte el costado sin necesidad de mirar.
Se sentó en la cama y se permitió estar así por uno o dos minutos, intentando sentir cómo se ajustaban respiración y circulación, y luego se estiró bonachonamente, con un gruñido que pareció atronar en la temprana mañana. Luego siguió la habitual y casi milimétrica costumbre de poner a calentar agua para el café y darse un ducha, de manera que al salir la tetera comenzaba a pitar. En algún momento, al encender el estéreo para escuchar música mientras se vestía, un rincón de su mente pareció dar la alarma; algo raro, algo que faltaba. Lo cual sin embargo, no fue suficiente para detener la masiva rueda de la rutina.
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Fue como un '¡ding!' Como si una campana pequeña hubiera repicado dentro de su cabeza. Levantó la cara y apretó inconscientemente la carpeta en su mano contra sí, aunque la otra mano dejó bajar sin prisa el portafolios hasta el suelo. No había vecinos a la vista. Ningún carro bajó por la avenida con visas de llevar a bordo un conductor con retraso. No escuchaba perros ladrando o buscando árboles o manchones de césped. No había pájaros trinando ni volando. Y quizá esto último no fuera tan especial en una mañana algo fría, pero que no hubiera nadie, ningún ser humano o evidencia de uno, eso sí era extraño. Más que nada lo raro, lo absolutamente diferente era la naturaleza del silencio resultante. No era como el silencio de la madrugada que hacía que incluso tu respiración pareciera estridente pero al fin se interrumpía al pasar un auto, o con el ruido de algún perro o gato en alerta. Este silencio debía ser como ese que hasta entonces muy pocos miembros de la Humanidad Urbana había sentido realmente. El silencio de ser el único ser vivo en varios kilómetros a la redonda. Pero mayor.
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Para cuando llegó a la oficina ya estaba más que claro que todo era diferente esa mañana. Y sin embargo, todo también seguía cierto curso normal. En su cubículo, sobre el escritorio, el trabajo lo esperaba, pero no había nadie en los demás espacios, ni Rita la recepcionista ni la chica que la reemplazaba en ocasiones. Todas las computadoras encendidas e incluso corriendo programas ordinarios y de uso regular. Pero ningún trabajador, ningún supervisor, gerente, mensajero, cliente o personal de limpieza. No había nadie. Con plena consciencia de estar viviendo un momento extraordinario, y extrañamente calmado, se sentó en la silla y comenzó a trabajar.
Con el paso de los días fue aprendiendo cosas nuevas. Por ejemplo, el jueves, un tanto confundido y otro tanto apenado, sacó la bolsa de basura puntualmente, media hora antes de que pasaran los basureros batiendo cencerros con su saña habitual. Cuando regresó la bolsa ya no estaba, por no mencionar las... otras bolsas que, entonces se dio cuenta, alguien debía haber dejado antes. Alguien, ¿pero quién? ¿No se suponía que ahora era el único habitante del mundo, o al menos de su colonia? ¿O del país, o... del mundo? Ya no había nadie.
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Nunca realmente tomó la decisión de vivir solo. Como muchas veces sucede, todas las circunstancias y hechos y situaciones simplemente se combinaron en una vida simple, ni más ni menos de lo necesario y aun de lo superfluo. Pero nunca auténticamente se paró a reflexionar cómo sus contados amigos fueron tomando su rumbo, cómo sus vidas se tornaron de convergentes a paralelas y luego absolutamente divergentes. No fue sin embargo hasta "Esa Mañana", ese día particular y específico, que notó la desconcertante desaparición de sus tres mejores amigos, hombres y mujeres tan cercanos como hermanos. Fue llegando a ese punto cuando la resignación comenzó a colarse, lenta pero seguramente. No había nadie más en el mundo. Nadie.
Al principio le pasó por la cabeza actuar como en esas películas postapocalípticas y volverse loco de egoísmo; hacerse de cosas tanto necesarias como banales. Por supuesto por un par de días entró en pánico al pensar en cómo conseguir lo más indispensable: agua, comida, energía. Pero eso pasó también cuando con el correr de los días la única suspensión evidente fue la de la vida animal. Al cabo como todo ser humano, se acostumbró y adaptó perfectamente al estado de las cosas. Nada mejor para ello que continuar con su rutina de todos los días, ir a trabajar -aunque, ¿para quién?- salir a caminar por el vecindario desierto -sin notar el estado desconcertantemente fresco de un pedazo de excremento de perro que debía llevar un par de meses a la intemperie-, ir al banco, retirar dinero, pagar los servicios que no estaban domiciliados. La futilidad de todo eso no lo preocupó después de un tiempo, lo tranquilizaba, y sabía que sin ello comenzaría a pensar y a sentir y al cabo enloquecería. Comenzó a concentrarse en esas cosas después de una semana del Descubrimiento, cuando intentó contactar a alguien, quien fuera, por redes sociales y descubrió que los perfiles ya no existían en unos casos, no podía acceder a otros y los nombres de sus contactos en el celular eran literalmente ilegibles. Eso, si no otra cosa, afirmó la certeza de su singularidad absoluta. Con las manos temblorosas, borró los únicos datos que aun aparecían en las pantallas tras intentar acceder: los suyos. A continuación tomó el teléfono celular y lo echó a la basura, misma que desapareció junto con toda la demás a la mañana siguiente. Como siempre aunque no hubiera nadie para llevársela.
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Así se fue el tiempo, la resignación condensándose cada día en una pasta cada vez más cómoda hasta asentarse, imaginaba, como una solución en la cual sumergirse; tibia, confortante. No podía desprenderse de la idea de estar dentro de una cápsula de amniótica soledad. Era un poco como flotar a la deriva en una piscina, aunque el vago pensamiento de que esa piscina en realidad era un océano muerto sugería un principio de terror. Su empeño en llevar una vida 'normal' era entonces y evidentemente la balsa que constituía el fundamento de su cordura. Trabajar, ¿para quién? Para la única persona en el mundo que quedaba con vida. ¿Para qué? Para tener un propósito, una razón de ser y estar. Ni pensar en permitirse indagar en el único y más grande misterio de su presente existencia: por qué todo seguía igual en el mundo a pesar de ser su único y último habitante. Asumió originalmente que después de todo quizá para eso estaba hecho el mundo como era, para continuar igual aun despues de que los humanos lo hubieran dejado. Poco a poco, sin embargo, esa bola de ligas en su cabeza se fue haciendo grande.
Y fue entonces, cuando esa idea creció en tamaño y volumen dentro de él, que empezó todo.