viernes, 12 de agosto de 2016

Noches huecas. Un lapsus de escritura casi automática.

Corona de Orégano.
    

    El humo sube, cascada antigravedad, y modela los sueños que se avecinan, ahuyentados aun por la luz artificial. Mientras, el cuerpo ya posa para una ilustración defectuosa de un Poe desincronizado: el sillón es colorido y absurdamente contemporáneo, las ropas demasiado brillantes, el vello facial prácticamente inexistente. Lo único correcto es la fiebre neuronal, miscroscópica tormenta en apoteosis y cacofonía.
    Pocos saben, suponemos, la silenciosa hazaña que es canalizar ese torrente de palabras e ideas, de nombres y adjetivos, imágenes y sentimientos que dan bandazos hacia lo sublime y lo ridículo. O cómo se solaza uno en la arrogancia y se avergüenza de la propia simpleza.
    A veces se logra atrapar el hada al vuelo, y otra y otra, y acaban formadas en líneas rúnicas para conversar entre ellas; a veces incluso su cháchara tiene sentido. Pero no ésta noche. Hoy el papel será mudo y las cosas que pululan adentro girarán sin control, sin Escila ni Caribdis y sin llegar al puerto de los ojos; sin intentar la burda explicación de las revoluciones del alma.
    Y el pobre simio vestido fumándose los minutos conocerá lo peor de su maldición: quizá hoy no sirva para nada, incluso con la pluma en la mano. El magro testimonio de su sulectiva valentía está ausente, la musa en la cama con alguien más disciplinado; hoy te toca la corona de orégano.
    Será, dijo Scarlett, mañana. Hoy toca mirar el humo que sube, como un fantasma inexperto en un ensueño, modelando los sueños que pasaron de largo por una noche.




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