Lo confortó un poco saberse enfocado, contenido. Se dió cuenta que no contemplaba el fracaso, que la resignación de los meses pasados cedía ante el deseo auténtico y apremiante de regresar al mundo, imperfecto como fuese, a su estado original. O normal, o lo que fuera. Porque lo que se dice "originalmente"... pues originalmente no había nadie.
Así que en lugar de desesperarse o deprimirse buscó distanciarse un poco del problema, tomando tragos menudos de una botella de cerveza y escuchando por primera vez en días el inmenso silencio primigenio de la ciudad vacía.
Se dió cuenta asimismo que sobre todas las cosas en su cabeza estaba una intensa curiosidad por entender cuál era esa pieza que faltaba, que podía sentir rebotando en el cráneo y haciendo tamborilear sus meninges.
Sólo un gato.
Nada más que un gato, o un perro, o una rata. No un par ni un grupo. A veces, recordaba, en el callejón se reunían hasta veinte gatos, una demente sinfonía de gaitas afónicas, a menudo terminando en maullidos aterradoramente largos, heraldos de ruidosas peleas multitudinarias o de apasionados encuentros -a juzgar por tono y volumen- delirantemente sexuales.
Perros. Hasta ese momento reparó en el hecho de cuántos perros podían coincidir en el Parque en un domingo. ¿Veintenas? ¿Treintenas? ¿Un ciento? La última estimación no parecía descabellada.
Y las ratas. Bueno, las ratas se contarían seguramente por decenas de miles, acaso centenas.
Pero los seres humanos eran -fueron- miles de millones. Más de siete mil, creía recordar. Siete mil... siete... Santo Dios.
Con sorpresa vió, al intentar tomar otro trago de cerveza, que la botella estaba vacía. Fue por otra al refrigerador, procurando no darle tanta importancia al siete y los nueve ceros que flotaban en su mente.
Siete mil millones de seres humanos se habían esfumado del mundo en una sola noche, y sólo uno de ellos lo sabía. El último que quedaba. Él.
Y entonces fue necesario preguntarse ya no cómo, ni por qué. No, la pregunta que comenzó a revolotear detrás de su frente fue 'a dónde'. ¿A dónde fueron siete mil millones de personas y miles de millones de criaturas vivas -sin contar por supuesto, a los insectos-? Debían estar forzosamente en algún lugar, desde que podía traerlos, aunque fuera de uno en uno. Cada vez le parecía menos probable el que él en su insignificancia tuviera el don de volverlos a la vida o recrearlos. Tenía que estarlos recuperando de algún lugar.
Nunca, jamás en su vida disfuncional y casi ascética creyó o imaginó siquiera que alguien pudiera estar y sentirse tan solo. De improviso se encontró a sí mismo riendo histéricamente ante una idea que saltó como un payaso de una caja de cuerda: ahora entendía perfectamente qué había poseído a Adán al pedirle a Dios una compañera. Cuando se calmó, imaginó al Todopoderoso en plena cirugía, murmurando atronador: "Sabía que para algo había puesto esa costilla extra". Y volvió a desternillarse.
Tal vez, pensó mucho tiempo después, fue eso lo que salvó la situación. Pasado el lapsus, se encontró acunando la segunda cerveza en el regazo, arrellanado en relativa y frágil paz en el sofá, los pies cruzados y estirados; el brebaje había perdido la baja temperatura, pero sabía mucho mejor que muchas otras bebidas hacía una vida en algún bar.
De buen humor, regresó con facilidad a la cuestión, y a hacer múltiples balances entre el número uno y la infinidad de combinaciones de los otros nueve. De improviso recordó la letra de una -realmente antigua- canción de Three Dog Night: "One is the loneliest number". Por alguna razón, mientras tarareaba el único fragmento del coro que recordaba, imaginó que cuando escribieron la canción no había manera de que supieran que tan cierta podía ser.
Él mismo, a pesar de saberse un solitario y en ocasiones hasta considerarse misántropo, jamás hubiera imaginado que existiera la posibilidad de sentir una soledad tan apabullante. Comenzó a pensar serenamente en la cuestión, sin perderse en autoconmiseraciones ni pensamientos amargos. Imaginó los clichés sobre el humano solitario, algo así como el retrato en el diccionario: el hombre inclinado sobre el vaso casi consumido en el bar; la mujer ya madura que nunca se casó; un adolescente fugitivo con el pulgar alzado caminando hacia atrás por la carretera, emanando una débil y pulsante esperanza; una anciana olvidada en un asilo, consumida, casi hundido el esbelto y reseco cuerpecito entre sábanas ásperas bajo la vieja colcha de retales más adorable; un mendigo agazapado entre los pliegues de un abrigo imposible y zarrapastroso, bajo la sombra de un carrito de supermercado rebosando de las pruebas de la inconsciencia y el egoísmo.
El sueño tomó su cuerpo y su mente apenas sin advertencia. Cuatro cuadras más allá de la luz olvidada de su apartamento, un tal Raúl Sifuentes contemplaba el ámbar restante en el vaso y pensaba con amargo amor inútil en su exesposa. Once cuadras más lejos aun, Amelia intentaba contener un jadeo mientras deslizaba una mano entre sus muslos y se odiaba por ello. En las afueras, donde el buen nombre de la ciudad oscilaba entre el orgullo de las residencias enormes y los patios de ferrocarriles lúgubres, una lágrima hacía su mejor esfuerzo por remontar el rostro suave y lleno de arrugas de Remedios, que pensaba en los hijos que ya nunca vendrían a visitarla, mientras un hombre sólo conocido como Pepito pero más frecuentemente apodado el Pollo, roncaba suavemente entre la mugre y la basura con medio cerebro alerta, cuidando sus cochambrosas y escasas pertenencias, o pendiente de esos malditos chacales que habían golpeado por pura diversión a otros habitantes del Olvido. Dos kilómetros más allá Felipe corría para alcanzar las luces intermitentes de un Civic, atento ya a los signos y señales que quizá le reportarían un par de billetes y pensando: "Ojalá este tipo sí quiera usar un condón".
En el Apartamento de la Luz Olvidada, el Último Hombre roncó, medio ahogándose, y despertó. Su cerebro aun dormido lo hizo murmurar: "solitario". Y él entendió quiénes y por qué serían más susceptibles de reaparecer en el mundo. Apagó la luz y se fue a acostar.
La noche siguiente, más o menos a la misma hora, tomó su abrigo y se dispuso a recorrer las cuatro cuadras que mediaban hasta el bar.