viernes, 30 de septiembre de 2016

No hay nadie. Parte 5.





    Lo confortó un poco saberse enfocado, contenido. Se dió cuenta que no contemplaba el fracaso, que la resignación de los meses pasados cedía ante el deseo auténtico y apremiante de regresar al mundo, imperfecto como fuese, a su estado original. O normal, o lo que fuera. Porque lo que se dice "originalmente"... pues originalmente no había nadie.
    Así que en lugar de desesperarse o deprimirse buscó distanciarse un poco del problema, tomando tragos menudos de una botella de cerveza y escuchando por primera vez en días el inmenso silencio primigenio de la ciudad vacía.
    Se dió cuenta asimismo que sobre todas las cosas en su cabeza estaba una intensa curiosidad por entender cuál era esa pieza que faltaba, que podía sentir rebotando en el cráneo y haciendo tamborilear sus meninges. 
    Sólo un gato.
    Nada más que un gato, o un perro, o una rata. No un par ni un grupo. A veces, recordaba, en el callejón se reunían hasta veinte gatos, una demente sinfonía de gaitas afónicas, a menudo terminando en maullidos aterradoramente largos, heraldos de ruidosas peleas multitudinarias o de apasionados encuentros -a juzgar por tono y volumen- delirantemente sexuales.
    Perros. Hasta ese momento reparó en el hecho de cuántos perros podían coincidir en el Parque en un domingo. ¿Veintenas? ¿Treintenas? ¿Un ciento? La última estimación no parecía descabellada.
    Y las ratas. Bueno, las ratas se contarían seguramente por decenas de miles, acaso centenas.
    Pero los seres humanos eran -fueron- miles de millones. Más de siete mil, creía recordar. Siete mil... siete... Santo Dios.
    Con sorpresa vió, al intentar tomar otro trago de cerveza, que la botella estaba vacía. Fue por otra al refrigerador, procurando no darle tanta importancia al siete y los nueve ceros que flotaban en su mente.
    Siete mil millones de seres humanos se habían esfumado del mundo en una sola noche, y sólo uno de ellos lo sabía. El último que quedaba. Él.




 
    Y entonces fue necesario preguntarse ya no cómo, ni por qué. No, la pregunta que comenzó a revolotear detrás de su frente fue 'a dónde'. ¿A dónde fueron siete mil millones de personas y miles de millones de criaturas vivas -sin contar por supuesto, a los insectos-? Debían estar forzosamente en algún lugar, desde que podía traerlos, aunque fuera de uno en uno. Cada vez le parecía menos probable el que él en su insignificancia tuviera el don de volverlos a la vida o recrearlos. Tenía que estarlos recuperando de algún lugar.
    Nunca, jamás en su vida disfuncional y casi ascética creyó o imaginó siquiera que alguien pudiera estar y sentirse tan solo. De improviso se encontró a sí mismo riendo histéricamente ante una idea que saltó como un payaso de una caja de cuerda: ahora entendía perfectamente qué había poseído a Adán al pedirle a Dios una compañera. Cuando se calmó, imaginó al Todopoderoso en plena cirugía, murmurando atronador: "Sabía que para algo había puesto esa costilla extra". Y volvió a desternillarse.
    Tal vez, pensó mucho tiempo después, fue eso lo que salvó la situación. Pasado el lapsus, se encontró acunando la segunda cerveza en el regazo, arrellanado en relativa y frágil paz en el sofá, los pies cruzados y estirados; el brebaje había perdido la baja temperatura, pero sabía mucho mejor que muchas otras bebidas hacía una vida en algún bar.
    De buen humor, regresó con facilidad a la cuestión, y a hacer múltiples balances entre el número uno y la infinidad de combinaciones de los otros nueve. De improviso recordó la letra de una -realmente antigua- canción de Three Dog Night: "One is the loneliest number". Por alguna razón, mientras tarareaba el único fragmento del coro que recordaba, imaginó que cuando escribieron la canción no había manera de que supieran que tan cierta podía ser.
   


 
    Él mismo, a pesar de saberse un solitario y en ocasiones hasta considerarse misántropo, jamás hubiera imaginado que existiera la posibilidad de sentir una soledad tan apabullante. Comenzó a pensar serenamente en la cuestión, sin perderse en autoconmiseraciones ni pensamientos amargos. Imaginó los clichés sobre el humano solitario, algo así como el retrato en el diccionario: el hombre inclinado sobre el vaso casi consumido en el bar; la mujer ya madura que nunca se casó; un adolescente fugitivo con el pulgar alzado caminando hacia atrás por la carretera, emanando una débil y pulsante esperanza; una anciana olvidada en un asilo, consumida, casi hundido el esbelto y reseco cuerpecito entre sábanas ásperas bajo la vieja colcha de retales más adorable; un mendigo agazapado entre los pliegues de un abrigo imposible y zarrapastroso, bajo la sombra de un carrito de supermercado rebosando de las pruebas de la inconsciencia y el egoísmo.
    El sueño tomó su cuerpo y su mente apenas sin advertencia. Cuatro cuadras más allá de la luz olvidada de su apartamento, un tal Raúl Sifuentes contemplaba el ámbar restante en el vaso y pensaba con amargo amor inútil en su exesposa. Once cuadras más lejos aun, Amelia intentaba contener un jadeo mientras deslizaba una mano entre sus muslos y se odiaba por ello. En las afueras, donde el buen nombre de la ciudad oscilaba entre el orgullo de las residencias enormes y los patios de ferrocarriles lúgubres, una lágrima hacía su mejor esfuerzo por remontar el rostro suave y lleno de arrugas de Remedios, que pensaba en los hijos que ya nunca vendrían a visitarla, mientras un hombre sólo conocido como Pepito pero más frecuentemente apodado el Pollo, roncaba suavemente entre la mugre y la basura con medio cerebro alerta, cuidando sus cochambrosas y escasas pertenencias, o pendiente de esos malditos chacales que habían golpeado por pura diversión a otros habitantes del Olvido. Dos kilómetros más allá Felipe corría para alcanzar las luces intermitentes de un Civic, atento ya a los signos y señales que quizá le reportarían un par de billetes y pensando: "Ojalá este tipo sí quiera usar un condón".
    En el Apartamento de la Luz Olvidada, el Último Hombre roncó, medio ahogándose, y despertó. Su cerebro aun dormido lo hizo murmurar: "solitario". Y él entendió quiénes y por qué serían más susceptibles de reaparecer en el mundo. Apagó la luz y se fue a acostar.
    La noche siguiente, más o menos a la misma hora, tomó su abrigo y se dispuso a recorrer las cuatro cuadras que mediaban hasta el bar.




viernes, 23 de septiembre de 2016

No hay nadie. Parte 4.

   



     Su primer instinto fue buscar en los lugares públicos y ordinariamente atestados: centros comerciales, bares, restaurantes, incluso cines. De hecho había sido toda una experiencia entrar a la sala desierta y ver apagarse las luces justo a tiempo. Al comenzar la emborronada película -llena de caras indescifrables y nombres alienígenas-, después de los incoherentes trailers estaba inmerso en las sensaciones, disfrutando como un mocoso, pero al terminar el filme y salir un escalofrío lo recorrió: era imposible que el aroma a palomitas de maíz, los vasos de refresco vacíos, el bote de basura repleto, hubieran estado ahí cuando llegó. Podía sentirlo, algo queriendo hacer click, o la pequeña campana -¡ding!-, a punto de repicar otra vez. Pero la Prestidigitación de los Desechos tendría que ser investigada en otro momento. Había cosas más importantes qué hacer, la Restauración de la Raza Humana, por ejemplo.


 


    Después de una semana casi se rindió a la inmensa frustración. A ello se sumó una sensación de surrealismo generada al cabo por "levantar los cuernos" y finalmente -maldiciendo su estupidez- dándose cuenta del enorme elefante en la habitación. Cines. Restaurantes. Centros Comerciales. Luces encendidas en gélido simulacro del exterior; puertas franqueándole el paso con ilógica amabilidad, con la burlona calidez de estar ahí para él y Nadie Más. ("Porque no hay Nadie. No hay Nadie. ¿O acaso lo hay". -¡Ding!-).



  

    Una pieza más del rompecabezas embonó y recordó hacer un experimento que postergó por sabría Dios qué motivo olvidado: intentar aparecer más de un ser vivo al mismo tiempo. Se decidió por los gatos, por alguna razón eran más fáciles de recrear. Bajó al callejón, calmado, sin prisa porque, ¿quién tiene más tiempo que el Ultimo Hombre? Comenzó a preguntarse asimismo quén tiene menos, pero apartó la idea con un bufido. No era tiempo (!) de filosofía oligofrénica.




    Cada vez le costaba menos concentrarse aceptó alegremente, y entonces: ¡voilá! Un escuálido felino grisáceo merodeando. Lo que siguió fue otro pequeño tañido de esa microscópica campana en su cabeza. Tras musitar "bu" en dirección del minúsculo cazador y verlo implotar a medio salto, decidió volver a comenzar y aparecer otro gato, uno... bueno, menos lastimoso. Tal vez un tabby algo regordete, o un mono y coqueto misifuso atigrado. Acaso un siamés. Respiró y se concentró. Antes de abrir los ojos escuchó el maullido algo ronco del nuevo... mismo gato anterior, apenas un metro más allá de su posición original. Extraño. Pero bueno, ¿qué no lo era en estos días, en este mundo desierto? Así que limpió su mente de cualesquiera ideas estorbosas y se concentró en aparecer dos gatos a la vez.





     Después de dos infructuosas horas desistió al fin, procurando no derrumbarse ante la Enorme Imposibilidad: si no podía aparecer más que un gato escuálido; no dos, sino uno...¿cómo podría aparecer dos seres humanos? ¿O diez? ¿O un millón?




viernes, 9 de septiembre de 2016

No hay nadie. 3era. Parte.





    Cero. Un cuatro, dos puntos. Dos ceros. La hora sin embargo, era lo que menos importaba. Se sentó muy calmadamente en la cama, pero a continuación el río de llanto fue descontrolado.
    En principio, la expedición había sido todo un éxito. Llegó a la banca del Parque ya a oscuras, e incluso el bote de basura -aun más lleno-, era poco más que una silueta informe. Respiró hondo y suave, obligándose a relajarse y se recargó en el respaldo, precisamente dando la espalda al montón de basura -con basura nueva-, y permitiéndose sólo echar un vistazo por el rabillo del ojo. Una hora pasó, dos. Justo cuando la incomodidad alcanzaba el límite de lo tolerable... ahí. Breves golpeteos de queratina en el asfalto, y la inconfundible, bendita succión de una nariz húmeda, o quizá incluso entre rugosa y elástica. La silueta apenas iluminada se irguió brevemente, rampante con esa torpe gracia única. Se obligó de forma casi espartana a volver la cabeza... muy... lentamente. Un gemido se atoró en su garganta, los ojos se arrasaron suave, pero abundantemente. Sonrió, pero manteniendo la más férrea voluntad de no moverse, no emitir sonido alguno, respirar apenas siquiera.
    Una ternura infinita abrasó al mundo cuando la criatura más hermosa de Dios volteó el morro, la lengua fuera, agitándose en la más pura de las alegrías, venteó por un segundo de mil años y... lo percibió. En el sueño lúcido más salvaje, mientras el hombre dejó escapar un sollozo atado, amordazado y envuelto en celofán, el perro -un labrador negro-, meneó la cola con energía y se le acercó, la sonrisa canina encantadoramente adorable y él, derrumbando décadas de precaución, extendió la mano y sintió la suave forma del cráneo, ese tacto que en ocasiones es suave aspereza y en otras áspera suavidad. El can cerró los ojos en éxtasis de un segundo y entonces el mundo se rompió en mil pedazos.



    Lo recordó después en cámara lenta: el erguirse de las orejas, la súbita tensión; el rabo incrementando la oscilación hasta el paroxismo y entonces, al revolverse el musculoso cuerpo... El perro aparentó desaparecer como una burbuja reventada, sus oídos casi escucharon un 'pop'. Ahí estaba, sólido, tangible, innegable y luego, en la partícula más elemental de un segundo, nada. El silencio de la noche, de la ciudad más vacía en la Historia del Mundo rugió en sus oídos como nunca jamás. La confusión se cebó en él como una bestia carnívora insaciable.
    Cuatro días después despertó envuelto en sábanas empapadas y revueltas. El trabajo ya no se le antojaba, no le importó más. Ni siquiera reparó en que si la sospecha que ya vivía plenamente desarrollada pero negada con infantil pánico entre sus costillas era cierta, si lo que sucedía era verdad, ese trabajo ya no existía. Esta vez realmente.



    Comenzó volviendo al Parque, pero no se limitó al bote de basura o la banca. Dos perros. Un gato, el contacto más sencillo y más fugaz. Una vez, una rata enorme. Después probó en un callejón cercano a su edificio, sin resultados, pero ahora comenzaba a entender cómo sucedía. Empezó a buscar el por qué.
    Lo intuía a medias, era perfectamente claro que el detonante era el deseo, no sólo la intención. Comenzó a analizar por qué sólo podía aparecer criaturas de cierto tamaño, talla y clase, y eso reafirmó sus conclusiones. Por ejemplo, ningún animal era total y plenamente consciente, todos dependen plenamente de sus sentidos, pero únicamente inmersos en el momento, sin concebir el paso del tiempo. Los tres perros, por ejemplo, exhibieron similar comportamiento: el labrador se le acercó amistosamente; otro un perro lanudo de mediano tamaño comenzó a trotar hacia él, y otro más, un schnauzer, le ladró antipáticamente. Luego, en los tres casos, algo desvió su atención y desaparecieron en el aire. El gato apareció súbitamente y en tiempo récord, lo miró sorprendido y tenso y tornó a su vez a parecer implotar, si hubiera parpadeado la certeza del avistamiento le hubiera sido dudosa. Pero ya no había dudas. la rata fue un fenómeno curioso: apareció y desapareció como un efecto estroboscópico por casi un minuto. Al notar ésto, él probó a hacer un movimiento hacia la Bestezuela y ésta parecío congelarse, luego huyó despavorida. Pero él supo que si hubiera removido la inmundicia, la encontraría acurrucada entre bolsas, cajas y envases. No lo hizo, porque no había necesidad. Era como accionar un encendedor.




    Porque si el deseo era el pedernal, la atención era la yesca. Había sin embargo algo que le molestaba y no lograba ubicar. Estaba ahí, pero era algo que no podía conjurar como a los animales. Lo sentía tal cual, no en la periferia de su vista, sino en la de su mente. Pero era algo en lo que no se pudo concentrar, imposible, porque una esperanza algo demente empezó a hervir en sus sinapsis. Si podía aparecer animales, seres vivos otra vez, ¿por qué no intentarlo con seres humanos?
    Era demencial en parte por un simple hecho, mismo que le llevó a las anteriores conclusiones: no podía hacer aparecer insectos. Fue de hecho su primer intento, probó a hacer aparecer cucarachas en la basura. Fácil. E infructuoso. Sacó la conclusión entonces que si el detonante era la atención, después del deseo, era lógico que esa atención tendría que ser debida a cierto tipo de conciencia, mientras más profunda y duradera la atención, el animal permanecía más tiempo "vivo". Los perros son abnegados o histéricamente agresivos -como el schnauzer-; los gatos nerviosos y precavidos; las ratas parecían verse divididas entre un hambre perenne y una alerta constante pero una vez bajo amenaza eran pura supervivencia. Por eso sabía que si buscaba la encontraría; estaría atenta permanentemente. Los insectos aparentemente existirían para cada segundo en particular, aun cuando y precisamente porque eran básicamente sensores vivientes cuyo propósito es comer y aparearse por toda la duración de su breve, aunque no necesariamente insignificante vida.
    Así que la otra razón por la cual aparecer humanos parecía una locura era la pregunta: ¿quién era él para recrear la vida? ¿Por qué podría tener ese don, hasta dónde era responsable de usarlo o no, y qué consecuencias traería? ¿Por qué él, que había pasado, cómo? Qué, por qué, cómo. Otra vez.




Estas cavilaciones fueron fugaces y secundarias. En realidad sabía que lo intentaría desde que supo que lo podía hacer.

viernes, 2 de septiembre de 2016

No hay nadie. Parte 2.



    Siempre fue solitario, y por supuesto ello se permeaba hasta los aspectos más íntimos de su vida. Él mismo se definía como un Campeón de la Autosatisfacción Sexual, por supuesto en todo de broma, pero con frecuencia plenamente consciente del subtexto fatalista y desesperado que acechaba detrás de esa afirmación. Y ahora, una vez que la certeza de la extinción humana llevaba su nombre y rostro se le mostró en toda su crudeza y definición -toda su totalidad-, la necesidad se convirtió en casi una compulsión.
    No le era extraño el aliviar la angustia y el estrés por tales medios, pero cuando agotó todo su arsenal de soltero recalcitrante y autosuficiente, se dio cuenta de la patente desproporción. Y además noto con alarma exponencial un hecho extraño: una vez pasado el arrebato de lujuria, no de manera gradual sino inmediata, le era imposible recordar no sólo el nombre o apellido de la titular de la fantasía voyeurista, sino su mismo rostro; aun de aquellas más recurrentes y notorias. Incluso sucedió cuando probó en internet. La extrañeza fue convirtiéndose en miedo cuando constató que esa peculiaridad se extendía a toda publicación en línea, y que de hecho cada nombre, cada fotografía con un rostro parecía oscilar entre lo comprensible y lo ininteligible, lo discernible y lo borroso, la misma existencia y el vacío. Se preparó para entrar en pánico, mismo que increíblemente nunca llegó. Lo que nació en el fondo de su cerebro y de su alma fue la sospecha, misma que reprimió con todas sus fuerzas. Al día siguiente esas fuerzas probaron ser del todo inútiles e irrelevantes.




    Ese día fue domingo, el siguiente de lo que llamó "La Pornomalía" -con ese histérico humor con el que empezó a llamar a las cosas que se volvían más o menos cotidianas, para darles significado-. Sintió su sangre helarse de improviso, paralizado en el shock de no saber la diferencia entre alucinación y hecho casi indiscutible. El hecho era que, trotando en la mañana, muy fresca, la respiración cada día menos pesada -hey, si vas a ser el Jodido Hombre Omega, ¿por qué no serlo en forma?- resonando en el parque desierto como un rumor de ballenas resoplando, ocurrió lo que clasificó ya automáticamente como La Cosa Más Improbable en Estos Días. El caso es que algo en el montón de basura junto al enorme tambo -"¿basura? ¿basura que no desaparece? ¿o sí lo hace?"- se movió evidentemente. Evidentemente, afirmó su conciencia, porque a pesar de ser el único habitante sobre la Tierra, amén de no hacer suficiente viento para aplicar sabrá Dios qué newtoniana fuerza, algo se desplazó E hizo ruido, y él alcanzó a captarlo, si bien de reojo. El principio del fin fue simple: volteó de forma refleja y por una fracción de segundo la realidad saltó en tiempo y espacio y el Sorprendente y Sorprendido Hombre Omega recibió la quemadura retiniana de una ahora legendaria silueta canina. Abrazó la certeza de que algo así era imposible, pero su cuerpo permaneció petrificado, una estatua de carne y huesos y fluídos diversos en estado de alerta. No había nada junto al tacho de basura -por supuesto, porque eso es imposible si y cuando No Hay Nadie-. Y aun, la silueta inconfundible permanecía flotando como una imagen residual tras mirar una lámpara por accidente. Lo mismo daba que hubiera visto a Pie Grande o un Hipogrifo. Su cerebro, como los de tantos y tantos creyentes en los OVNIS, sabía lo que había visto.





    Regresó al apartamento en una especie de estupor reflexivo, su cerebro antes entumido ahora a toda marcha, pero todavía incapaz de procesar eficientemente el significado de lo sucedido. En lugar de ello, y quizá eso fue lo que desencadenó todo, sus pensamientos se desviaron a cómo todo lo que pasó en los meses anteriores no lo destruyó, cuando cualquier otro ser humano hace mucho habría sucumbido a la desesperación. En ese momento si no otro, los engranes de su mente finalmente comenzaron a embonar unos con otros y comenzó a su vez el momento más temido: lo que después se llamó El Tiempo de las Preguntas.
    Qué, cómo, dónde. Por qué él, de todos los habitantes en el mundo. La duda echó brotes cual maligna semilla, y creció en los siguientes días hasta que lo llenó y amenazó con rebasar su envase y destruírlo. Lo que lo salvó de la demencia fue la idea a la vez perniciosa e iluminadora de volver al Parque e investigar. Después de seis días de mal dormir presa de la obsesión, esa noche su cerebro agotado finalmente pudo hacer una pausa.





    A la mañana siguiente, con los nervios llenos de electricidad estática y poseído por una hasta entonces ignota energía, se puso la ropa para correr y trotó hasta el Parque, maldiciéndose un poco a intervalos: le haría falta la cámara del teléfono celular para tener evidencia y hacía mucho había desechado la cámara digital. Pero, ¿quíen tenía tiempo para conseguir eso ahora? Él no, y pues... no habia Nadie más. O quizá... Sólo quizá...
    Llegó al Parque a las 9:03 en punto según su reloj. Fue hasta la banca justo frente al montón de basura -basura diferente, notó con ingenua sorpresa, y una campanita tintineó en lo más profundo de su alma, pero él no la oyó-, y permaneció atento por dos horas.
    Pasó el resto del día encerrado y en un profundo estado de decepción. Nada, por supuesto que nada, porque su mente lo había engañado y expresado la traición del inconsciente y nada más. Puro, simple, totalmente involuntario deseo. Porque No Había Nadie, y su cerebro sabía esto, y por tanto había tratado de sustituír al Hombre con su Mejor Amigo. Fría, inflexible lógica. Pensamiento. Pensar. Pensando... Volviendo a una idea una y otra vez: "Pero yo lo ví. Lo ví. Sé que lo ví, y sé lo que ví... pero... no directamente...".
    Se levantó de golpe del sofá y se puso los tenis.





Continuará...