viernes, 9 de septiembre de 2016

No hay nadie. 3era. Parte.





    Cero. Un cuatro, dos puntos. Dos ceros. La hora sin embargo, era lo que menos importaba. Se sentó muy calmadamente en la cama, pero a continuación el río de llanto fue descontrolado.
    En principio, la expedición había sido todo un éxito. Llegó a la banca del Parque ya a oscuras, e incluso el bote de basura -aun más lleno-, era poco más que una silueta informe. Respiró hondo y suave, obligándose a relajarse y se recargó en el respaldo, precisamente dando la espalda al montón de basura -con basura nueva-, y permitiéndose sólo echar un vistazo por el rabillo del ojo. Una hora pasó, dos. Justo cuando la incomodidad alcanzaba el límite de lo tolerable... ahí. Breves golpeteos de queratina en el asfalto, y la inconfundible, bendita succión de una nariz húmeda, o quizá incluso entre rugosa y elástica. La silueta apenas iluminada se irguió brevemente, rampante con esa torpe gracia única. Se obligó de forma casi espartana a volver la cabeza... muy... lentamente. Un gemido se atoró en su garganta, los ojos se arrasaron suave, pero abundantemente. Sonrió, pero manteniendo la más férrea voluntad de no moverse, no emitir sonido alguno, respirar apenas siquiera.
    Una ternura infinita abrasó al mundo cuando la criatura más hermosa de Dios volteó el morro, la lengua fuera, agitándose en la más pura de las alegrías, venteó por un segundo de mil años y... lo percibió. En el sueño lúcido más salvaje, mientras el hombre dejó escapar un sollozo atado, amordazado y envuelto en celofán, el perro -un labrador negro-, meneó la cola con energía y se le acercó, la sonrisa canina encantadoramente adorable y él, derrumbando décadas de precaución, extendió la mano y sintió la suave forma del cráneo, ese tacto que en ocasiones es suave aspereza y en otras áspera suavidad. El can cerró los ojos en éxtasis de un segundo y entonces el mundo se rompió en mil pedazos.



    Lo recordó después en cámara lenta: el erguirse de las orejas, la súbita tensión; el rabo incrementando la oscilación hasta el paroxismo y entonces, al revolverse el musculoso cuerpo... El perro aparentó desaparecer como una burbuja reventada, sus oídos casi escucharon un 'pop'. Ahí estaba, sólido, tangible, innegable y luego, en la partícula más elemental de un segundo, nada. El silencio de la noche, de la ciudad más vacía en la Historia del Mundo rugió en sus oídos como nunca jamás. La confusión se cebó en él como una bestia carnívora insaciable.
    Cuatro días después despertó envuelto en sábanas empapadas y revueltas. El trabajo ya no se le antojaba, no le importó más. Ni siquiera reparó en que si la sospecha que ya vivía plenamente desarrollada pero negada con infantil pánico entre sus costillas era cierta, si lo que sucedía era verdad, ese trabajo ya no existía. Esta vez realmente.



    Comenzó volviendo al Parque, pero no se limitó al bote de basura o la banca. Dos perros. Un gato, el contacto más sencillo y más fugaz. Una vez, una rata enorme. Después probó en un callejón cercano a su edificio, sin resultados, pero ahora comenzaba a entender cómo sucedía. Empezó a buscar el por qué.
    Lo intuía a medias, era perfectamente claro que el detonante era el deseo, no sólo la intención. Comenzó a analizar por qué sólo podía aparecer criaturas de cierto tamaño, talla y clase, y eso reafirmó sus conclusiones. Por ejemplo, ningún animal era total y plenamente consciente, todos dependen plenamente de sus sentidos, pero únicamente inmersos en el momento, sin concebir el paso del tiempo. Los tres perros, por ejemplo, exhibieron similar comportamiento: el labrador se le acercó amistosamente; otro un perro lanudo de mediano tamaño comenzó a trotar hacia él, y otro más, un schnauzer, le ladró antipáticamente. Luego, en los tres casos, algo desvió su atención y desaparecieron en el aire. El gato apareció súbitamente y en tiempo récord, lo miró sorprendido y tenso y tornó a su vez a parecer implotar, si hubiera parpadeado la certeza del avistamiento le hubiera sido dudosa. Pero ya no había dudas. la rata fue un fenómeno curioso: apareció y desapareció como un efecto estroboscópico por casi un minuto. Al notar ésto, él probó a hacer un movimiento hacia la Bestezuela y ésta parecío congelarse, luego huyó despavorida. Pero él supo que si hubiera removido la inmundicia, la encontraría acurrucada entre bolsas, cajas y envases. No lo hizo, porque no había necesidad. Era como accionar un encendedor.




    Porque si el deseo era el pedernal, la atención era la yesca. Había sin embargo algo que le molestaba y no lograba ubicar. Estaba ahí, pero era algo que no podía conjurar como a los animales. Lo sentía tal cual, no en la periferia de su vista, sino en la de su mente. Pero era algo en lo que no se pudo concentrar, imposible, porque una esperanza algo demente empezó a hervir en sus sinapsis. Si podía aparecer animales, seres vivos otra vez, ¿por qué no intentarlo con seres humanos?
    Era demencial en parte por un simple hecho, mismo que le llevó a las anteriores conclusiones: no podía hacer aparecer insectos. Fue de hecho su primer intento, probó a hacer aparecer cucarachas en la basura. Fácil. E infructuoso. Sacó la conclusión entonces que si el detonante era la atención, después del deseo, era lógico que esa atención tendría que ser debida a cierto tipo de conciencia, mientras más profunda y duradera la atención, el animal permanecía más tiempo "vivo". Los perros son abnegados o histéricamente agresivos -como el schnauzer-; los gatos nerviosos y precavidos; las ratas parecían verse divididas entre un hambre perenne y una alerta constante pero una vez bajo amenaza eran pura supervivencia. Por eso sabía que si buscaba la encontraría; estaría atenta permanentemente. Los insectos aparentemente existirían para cada segundo en particular, aun cuando y precisamente porque eran básicamente sensores vivientes cuyo propósito es comer y aparearse por toda la duración de su breve, aunque no necesariamente insignificante vida.
    Así que la otra razón por la cual aparecer humanos parecía una locura era la pregunta: ¿quién era él para recrear la vida? ¿Por qué podría tener ese don, hasta dónde era responsable de usarlo o no, y qué consecuencias traería? ¿Por qué él, que había pasado, cómo? Qué, por qué, cómo. Otra vez.




Estas cavilaciones fueron fugaces y secundarias. En realidad sabía que lo intentaría desde que supo que lo podía hacer.

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