Un sueño, dos.
Aspiro el aire, síntoma del miedo, y cruzo la puerta a la vigilia con desesperación. Como es de esperar, la manecilla más delgada marca un desconcierto, dos desconciertos, luego tres, luego más, y el efecto pasa. Soñé. Fue un sueño verdadero, y el primero que recuerdo -recordaré, en realidad-, en meses. Respiro agitado. No puedo parar.
Comenzó conmigo abriendo el portón. Doña Mari recarga el paraguas sobre el hombro y se planta con postura rígida en sus entrañables un metro y cincuenta centímetros, dos pasos más allá de la frontera entre Hogar y Mundo. La bienvenida se retrasa, y con buena razón: creo que su ¿segundo?, ¿primero?, aniversario luctuoso está cerca. Detecto un dejo de severidad o reproche en su mirada seria.
Creo recordar que la invito a pasar, con esa presencia de ánimo auténticamente proteica de la que hago gala en los sueños y a veces, cuando no estoy durmiendo. No es de extrañar; soy un campeón del embotellado emocional. Modestia aparte.
Cuando pasa a mi lado -¿alguien más llega?, no lo sé- es claro que no es ella. Su rostro es diferente, es otro que no conozco; una mujer más joven, rolliza y de cabello más claro. Me mira con ojos dóciles ahora; quizá algo inquisitivos, como si intentara ver dentro de mí o no supiera quién soy.
Mientras la conduzco adentro cambia otra vez, por supuesto sin que me extrañe. La cubre un chal o rebozo, púrpura creo, descolorido. Está cansada, es muy frágil, con ese augurio de consunción de las personas muy mayores que inevitablemente me derrite o desmorona las entrañas. La guío hacia una silla, conmovido hasta el centro de mí. Se sienta con agotamiento, más aun, con tristeza. Me hinco ante ella, el pelo cano oculta sus ojos; mechones suaves de un blanco opaco. Intento retirarlos de su cara con el mismo grado de delicadeza aplicable a sostener un pájaro en las palmas ahuecadas. Es tan frágil, y yo siento el corazón reducido a un dátil deshidratado.
Recuerdo apenas el rostro dulce porque al fin habla y me destruye. Dice: "Todos mis amigos se murieron y yo estoy muy sola".
Lo siguiente que recuerdo es que estoy con alguien más, en otro lugar, y no puedo sacarla de mi cabeza. Una tristeza como sólo recuerdo haberla sentido una vez, me tiene repleto, copado. No quiero llorar, tengo que hacerlo. Y luego todo cambia otra vez.
Algo me rozó. Algo pasó alrededor de mí. Despierto con medio alarido. Tengo algo en las manos, pero olvido lo que es porque siento algo alrededor de mi cabeza y sé que lo que me despertó lo puso ahí. Es la vieja pañoleta anaranjada, mi Promesa de boy scout, e ignoro cómo o por qué está ahí. Igualmente no sé por qué dormí y despierto en un cuarto derruído, polvoso, inundado de una luz lunar mortecina.
Despierto entonces del sueño adentro -afuera- de otro. Un desconcierto. Dos. Tres. Y comienzo a recordar. Ya sólo espero a que el escalofrío remita y se lleve la carne de gallina con él.