viernes, 1 de diciembre de 2017

Propio. Todo lo que tengo.


Propio.

    Ahora que me sé de mi propiedad, quizá sea más claro el qué hacer conmigo. Aun a pesar de tanto querer llevar la marca de alguien más.

    Mil y una frases cursis vienen a la mente; promesas de absurdo tinte eterno; hipnóticas sesiones de exploración de irises.

    Qué lejos están mis fronteras, y qué solo está el camino a ellas.

    Y en serio, de verdad quisiera -a veces-, ser ése otro que mi dueña de facto esperaría, pero es que soy tan necio acerca de ser yo mismo...

    Ojalá conociera las pociones, y las fórmulas lingüísticas del encantamiento, o el susuro idóneo en el preciso instante que el segundero golpea. Los pasos del pavorreal. El rugido indiscutible del león en celo. No es así. Nunca ha sido. No sé si acaso hay un día para ello en algún calendario perdido.

    Todo lo que tengo es estas manos apenas útiles; estos ojos insomnes que esperan con paciencia indomable a verla algún día. Y un corazón con fugas, agrietado, casi reseco dentro de un pecho golpeado, a veces por mí mismo, y a veces por alguien más. Todo lo que tengo soy yo.

    Y soy mío, amo y señor renuente. Me guardo y conservo en el frío. Me doy mantenimiento en el verano nublado, en la húmeda canción del xilófono de la lluvia. Me cuido, frágil como una planta hambrienta; maleable como una joya con partes rotas.

    Estoy ecstático y enfermo; ebrio de una libertad sin propósito ni motivo visible.

    Preso dentro de mi piel, maniatado por la carne debajo, atado a los huesos; perdido en mí, nada deseo más que ser hallado y llevado.

    Y solamente morir siendo de alguien más que yo.





Photo by Matthew Kwong on Unsplash

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