Cuatro Minutos.
Toma un sorbo y olvida el hoy; ignora el mañana. Beber de esta fuente desenturbia los ojos, y estira los músculos hacia arriba.
Esta ES: la auténtica garantía de que jamás morirás de tanto vivir, sin importar cuántas hebras grises cuentes cada mañana. Mírala subir y reunirse con el humo inepto de tu muerte diaria. Escúchala llenar el cuarto y escurrir por las paredes. Rebota y te atraviesa, y ganas segundos a la vida con cada onda sonora y cada compás; cada ola que te baña.
Cuando cada célula es una esponja ahíta, sale eruptando de entre tus dientes crispados; ondula en tu pelvis de ofidio encubierto, se tensa en tus muslos heroicamente separados.
Tus manos convierten el aire en cables cargados de estática o revientan la metralla sobre el borde de la mesa. Tu cuerpo entero ya es péndulo en perpetuo movimiento, máquina infinita, resorte impaciente-cóctel molotov, queroseno asesino.
Ahí vives para siempre; la distorsión en los nervios, el groove circulando por las venas y el kickdrum bombeando exacto como un reloj francotirador.
El ácido y la corrosión matan el virus del tiempo y las bacterias de la madurez; eres otra vez franela y mezclilla, otra vez el mismo que quiso soñar y que aprendió la tentación con el tacto y el sabor, las arracadas falsas y un corazón casi limpio.
Bebes de la memoria temeraria, pero sabes el valor del nuevo segundo.
No confías en nadie menor de treinta.
Eres joven aun, chapado en experiencia.
Eres eterno por cuatro minutos, una y otra vez.
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