Qué fácil se hace otra vez aceptar la piel como coraza, la ropa como cápsula blanda. Qué sencillo es volver a la rutina de ser uno, de ser solo. Qué obvio resulta darse cuenta de las mentiras que se cuenta uno en otros ojos, reflejando el rojo de unos labios dispuestos.
Entonces se hace más viable ser indiferente; latir al unísono con uno mismo y nadie más. Vuelves a tenerte todo para ti cuando al fin renuncias a codiciar a otro; cuando dejas de ambicionar el deseo que puedan exudar sus poros siempre diminutos e insuficientes.
Se hace posible también la sobrevivencia en el desierto; o la tundra donde el viento sólo lleva una voz. Y ese viento también carga los susurros y apremios que crees escuchar en el retumbar del pulso, o proviniendo de los pliegues en las sábanas; los ecos atrapados de promesas efímeras, de piadosas mentiras que se creyeron sinceridad.
En medio del silencio, aprendes a olvidar que has aprendido a olvidar la naturaleza de la propia singularidad. A veces simplemente olvidas. Otras sólo finges hacerlo, y aun a veces sólo puedes desearlo.
Cada día estás un paso más cerca de la luz negra de la aceptación. Refulges más y más, mientras averiguas cuánto se parecerá el final al principio. Que quizá no hay ángeles salvadores. Quizá ese espacio que creíste tener entre ambos brazos no tiene una forma precisa. Quizá todo lo que te desborda no es tan precioso después de todo, y en realidad nadie lo quiere o necesita. Quizá nadie se queda porque nunca nadie tuvo que hacerlo.
Tal vez el alma sólo se bebe el melodrama como un vampiro que se ignora. Ya te reirás de ello después.
Mientras tanto, sé la mejor unidad que puedas ser.