Qué valioso es el silencio en las horas solitarias.
Qué preciosa también la marea de la piel en su ir y venir; en su flujo lunar, esperado pero impredecible.
Qué tesoro, el misterio de la aquiescencia; la promesa incierta del tocar, del llenarse los sentidos el uno con el otro.
Qué tortura deliciosa el ansiar sacar más sonidos y colores de los días; el mudo saber de las aspas del cronómetro inflexible.
¿Cómo no porfiar por el próximo aliento?
¿Cómo no abrir los ojos a la luz, o sentir que el sueño sin sueños es tiempo fugitivo?
Cada día es una espera iniciándose; pendiente el disparo, cuántica incertidumbre.
Cada día pistas nuevas en el misterio de lo triple suspensivo, de lo inminente o de la sospecha no expresada; los ojos vendados buscando en la memoria por señas en el camino.
Habrá momentos en que el dique de la angustia parezca insuficiente; tamizando el tiempo de años a días a segundos a átomos; viéndote permeado por todas las cosas y personas que quieres sujetar inútilmente. Y pensando que tal vez en eso consiste la muerte: es perder moléculas del ser a cada momento hasta que dejas de generar nuevas.
Pero un día, en el silencio plateado, quizá adorando las nubes a punto de lavar el mundo, pausas... y te das cuenta que la vida se deposita en ti, filtrada por los poros y los cabellos, los dientes y las papilas, pupilas y órganos y demás sustancias y elementos.
Todo lo que ha pasado por ti, ha dejado posos.
Quizá, eso es lo que debe llamarse Vivir.
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