Algo flotaba en el aire desde esa mañana, después de una noche muy triste y llena de remordimiento. Pudo sentirlo, y más tarde se dio cuenta plenamente de lo que pasaba: los pájaros habían vuelto. Su escandalera resonaba por lo que parecía la totalidad de la ciudad. Un par de veces entre el barullo, creyó escuchar ladridos. Pero no había sonidos humanos, todavía no.
Ahora la luz comenzaba nuevamente a emprender la retirada, y el iba a intentar algo. O todo. Las cosas habían cambiado y él tenía todo que perder. Y no iba a irse de esta forma.
Tomó el abrigo y se lo puso, los tenis tendrían una auténtica prueba de fuego, pero tenía que cruzar buena parte de la ciudad, y quizá fuera posible encontrar transporte, pero de alguna manera sabía que también era poco probable, al menos para él. Pensó en la Revelación de la noche anterior y el recuerdo fue un trago de hiel, pero no flaqueó. No sentía que pudiera permitírselo. Aun podía ver los ojos del anciano, y no quería volver a ver algo así por lo que le quedara de vida.
*
Quizá fue una cacerola o una sartén -una sartén realmente grande-, una lámina de acero o tal vez un auténtico y verdadero gong salido de Dios sabía dónde, lo cierto es que el sonido fue enorme, gigantesco, cósmico. Bíblico. Gong, resonó hasta el mismo sobaco del Universo. Porque había entendido.
El anciano yacía espatarrado exactamente como había imaginado desde el momento en que salió del bar, y llegó al callejón mugriento y siniestro y triste, y comenzó a ver.
Primero vió al viejo, materializándose ante él; un brazo enroscado y tenso alrededor de la parte baja del carro de supermercado surrealista y oxidado. Luego el indigente lo vió a él, y su rostro sucio y desesperado se volvió una máscara lívida de miedo puro. Después ocurrió lo demás.
El pobre hombre gimió, su plañidero gañido queriendo ser un alarido hecho y derecho, y fallando de manera por demás miserable. Gimió un nombre, y otro desharrapado algunos años más joven surgió en el aire, alarmado a su vez, pero principalmente de ver a su socio en la desgracia tan descompuesto. Infartos y embolias, infecciones devastadoras; los derrumbes e implosiones eran tan comunes entre ellos que Pancho -que así se hacía llamar el más joven-, temió que el Viejo Pollito fuera el siguiente caído.
El viejo sin embargo no se aferraba el pecho, no torcía la cara, no languidecía enfebrecido. Solo estaba blanco como la leche y apuntaba un tieso dedo tembloroso al aire frente a él.
-¡Un aparecido, un muerto!- consiguió graznar el Pollo, y Pancho desde luego se preguntó si no sería presa del delirium tremens, aun cuando sabía que no era un borrachín ni un drogadicto.
-¡Tranquilo Pollito, cálmese! ¡Está viendo cosas nomás!- dijo, con pleno conocimiento de causa y cierta experiencia con otros compañeros. Sin embargo casi por puro reflejo miró hacia donde Pollo apuntaba y entonces sus párpados parecieron dar de sí, tan grandes se abrieron sus ojos.
Ante él, abandonando crecientemente una transparencia imposible, se erguía un hombre de unos treinta años, frente pronunciada, anteojos. Pantalón de mezclilla, camiseta o sudadera color vino y un abrigo muy similar al que soñaba encontrar un día entre la basura. El aparecido parecía avanzar un paso, como preocupado por el hombre más viejo. Pancho de hecho vio su boca moverse, como preguntando si el Pollo estaba bien o pidiéndole que no se asustara. Congelado entre la indecisión de sentir miedo o no, Pancho notó que los ojos del fantasma se movían hacia él y a su vez parecían querer salirse de sus agujeros, como si no lo hubiera visto antes. Lo cual por supuesto, era exactamente lo que estaba pasando, pero eso Pancho no lo sabía. Lo que supuso, lo que originó el extraño final, fue el convencimiento de que el Pollo tenía razón, pero aun peor, algo que Pancho vió en el rostro del espectro o espíritu o lo que fuera, es que era uno de esos muertos que no sabía que estaba muerto. Esa idea le llenó el lomo de agua helada, y la sensación, que hizo que cada vello de su cuerpo se irguiera, le despertó no obstante la valentía y a continuación su garganta se abrió en una serie de voces estentóreas: -¡Ayuda! ¡Auxilio! ¡Ayuda, alguien!.
Quizá fue el miedo en esa voz, la sorpresa, nunca se supo ni se sabría. Los sentidos del Fantasma Más Vivo del Mundo se afinaron hasta el máximo y poco a poco, de entre las sombras y por entre basura y cajas y mil tiliches dispersos pudo ver una, dos, cinco siluetas emerger de aquella nube invisible que cubría al mundo (pero no, no al mundo), en una gloriosa zarabanda de solidaridad y valentía inconsciente. Entonces, el gong sonó, retumbó, y se dió cuenta cabal no de La Situación, sino de Su Situación.
Completamente sobrecogido no reparó que sonreía a medias aunque la expresión de su cara era la de alguien que recibe un manotazo inesperado, y con toda razón. Se dio la vuelta y dejó que sus pies lo llevaran a dónde fuera; su mente absorta rumiando la certeza de que la gente no había ido a ninguna Dimensión Alterna. Las criaturas no se habían extinguido, desaparecido ni emigrado. El Mundo nunca había cambiado. -¡Gong!-.
Él sí.
*
La oscuridad de la noche ya había ocupado su lugar para el tercer turno, ése que le confería al tiempo una elasticidad misteriosa sobre todo cuando la luz y el sonido escasean.
Los pájaros ciertamente habían cesado la barahúnda, al menos los diurnos, y de repente fueron reemplazados por miríadas de grillos. Pudo apreciar la sinfonía estridente de minúsculas cuerdas destempladas aumentando en número y resonancia mientras avanzaba cansado por la zona residencial, lozanos jardines y árboles firmes con esa valentía tozuda que niega la victoria del asfalto y declara en silencio que lo verde volverá algún día por la Tierra, esa amenaza que los humanos nos obstinamos en ignorar.
El cansancio de cruzar la ciudad a pie mantenía la ansiedad a raya. La culpa era otro cantar. E incluso la culpa contuvo el aliento cuando divisó la elegante pero discreta placa de hierro que nombraba, describía y definía al Hogar de Descanso.
Las puertas aun fueron francas una vez para él. Lo bueno dentro de lo malo, el horario de visitas no se aplicaba a su persona.
No sin cierto trabajo encontró la habitación, después de todo sólo había venido una vez. Cierto que no tenía relación sanguínea con la anciana, pero intuía el simbolismo en lo que pensaba hacer, y los meses anteriores y los eventos recientes le habían traído a la memoria a esa pobre alma de manera súbita pero brutalmente clara.
Al entrar a la habitación de Doña Remedios sonrió levemente. La sensación de nerviosismo era muy similar a su primera cita, en una ya lejana pubertad. La cama era el breve centro del escenario, muebles de hospital sin los ominosos artilugios de soporte vital. Remedios seguía viva, para bien o mal. Pequeña y enjuta, era una cosita frágil; una muñeca diminuta posada contra las almohadas de nieve, las inmaculadas sábanas, la coqueta edrecolcha de flores minúsculas en estampado redundante. Pequeñas artimañas de alguna dedicada empleada, obstinada en maquillar la soledad y el olvido.
Y el Olvido era la vida de Remedios, pensó con tristeza, evocando la suave sonrisa de la anciana abandonada por sus hijos y nietos, no tanto por maldad sino una probable mezcla de negación al dolor y miedo al futuro. A los humanos nos cuesta trabajo también entender que la vida es un camino recto hacia la muerte.
En ese punto su intuición partió a tomar un café o algo así. Sobrecogido por la visión del probable futuro que ilustraba la ancianita, no supo para qué había ido o con qué propósito. Así que la ternura lo arrolló como un tren, lo empapó súbitamente como una ola intransigente. No pudo resistir el impulso de caminar hasta el costado de la cama. Una vez ahí, con un titubeo y temblando de pies a cabeza, posó una mano sobre la coronilla de la mujer, la seda del blanco pelo acariciando su palma; con la otra tomó la de la anciana. Con insospechada fluidez, al mismo tiempo que sus ojos se anegaban y las lágrimas trazaban diminutos caminos sobre sus mejillas, se inclinó sobre la viejecita y depositó un beso que pesaba más o menos lo mismo que un colibrí, pero lo suficientemente mágico para suavizar el rostro de Remedios y conjurar el fantasma de una sonrisa. Sonriendo a su vez susurró: -Buenas noches, Remeditos. Que duerma bien. Volveré pronto...-.
Enjugándose el rostro con gesto infantil, salió al pasillo en dirección al teléfono de monedas que esperaba impaciente.
La enfermera que cruzó de una habitación a otra se rindió al peso de las tareas que tenía por delante y eligió no preguntarle que hacía ahí a deshoras.
Descolgó el auricular e introdujo una moneda cuyo peso parecía haber aumentado. Una pausa.
-Hola... habla Enrique. Sí, ése...jaja. Sí, hace mucho tiempo. Pero quería saber cómo estás...-.
Afuera en el Mundo, siete mil millones de personas yacían en sus camas, durmiendo, amando o llorando; cruzaban calles y avenidas a pie o en algún vehículo; comían, hablaban, soñaban y estallaban en llantos o carcajadas.
Y en el Mundo, lleno de vida, un hombre invisible dejó de serlo. Y no hubo nadie que no pudiera verlo.
FIN.
Posfacio Delirante.
Este puede ser si no me equivoco, el relato más extenso que he escrito. Me tomó meses hacerlo y quizá pasó un año desde el primer esbozo. Sin ahondar en los porqués de las últimas semanas, sólo diré que extrañamente, la historia que al parecer no daba para más de dos o tres cuartillas me marcó su propio ritmo, al grado de prácticamente escribirse ella misma. Y vaya que tenía algo qué decir.
La historia en sí parte de una idea: la naturaleza de la Soledad, motivado por circunstancias algo tristes en mi vida. Y la idea es la siguiente: Que la Soledad no es crecer un hijo único, dueño designado de casi todo lo que está a tu alcance pero sin el "chiste" de compartirlo. Que no es crecer como una larva extraña, introvertida y a menudo huraña; cualquier adolescente puede hacer eso. No es, a despecho de alguien, eso que sientes cuando tu novia te destierra de algún rincón oscuro al que resulta tan sencillo volver como robarle una canción a un idiota (yo soy el idiota, pero al fin la canción ni es mía).
No. Es algo subjetivo por supuesto, pero mi percepción y mi sospecha es que la auténtica Soledad se te aparece un buen o mal día, quizá incluso despiertas así, sintiendo con absoluta y total certeza que "no hay nadie" en el Mundo -definitiva, contundentemente-, a quien puedas contar lo que sientes, cualquier cosa que esto sea; que nadie puede entender realmente cómo es estar en tu lugar. De hacerlo, de contarlo, de intentar desahogarte, sabrás que es inminente un aluvión de lugares comunes, frases de cajón reconfortantes y hasta regaños, e incontables enunciados estelarizados por la primera persona del singular. A ver si aprendes.
Divago un poco, pero hay algo más que quiero decir en relación a esa idea. La mayor parte de esa Soledad viene, de hecho y según mi experiencia, de adentro; casi nunca o apenas de afuera. En lo personal, nunca me sentí más solo que cuando me rodeé otra vez de personas, pero después descubrí que esa Soledad la producía yo, gracias a mi Necesidad de Aprobación, ese ogro comeniños de mi infancia y adolescencia.
Sin embargo, no pretendo moralizar aquí; el final es después de todo, el que la historia misma quiso tener. En realidad esta tediosa perorata egoísta es un mero pretexto, o quiero que eso sea, para agradecerles por leer ésto, todo lo anterior y si ustedes gustan, lo futuro. E igualmente por aguantar este experimento por entregas -ya sea por el suspenso, por la inconstancia o por el aburrimiento-.
Mil gracias. =)