Los Monstruos Existen.
De noche pueden ocurrir tantas cosas sin que uno se entere... Y es algo muy sabido, es una cuestión dada por hecha, y por tanto no se discute más. Pero sucede, tanto si nos damos cuenta de ello como si no.
De noche los monstruos salen. Todo el mundo lo sabe. Monstruos simbólicos, ejemplos de la maldad que anida en el corazón de todo hombre y toda mujer, incluso el niño que duerme en su cuna, bajo sábanas de sueños y con todas las promesas de su vida tras sus pestañitas.
Pero también existen monstruos reales. Seres que no son, contrario a lo que creemos, aberraciones de la naturaleza, sino entidades de carne y sangre diferentes, sujetos a las leyes de una naturaleza que no conocemos, que no es la nuestra, y que por lo tanto no podemos comprender. Son muy pocos ya. Nadie sabe su número, no hay suficientes de cada especie; y aunqe algunas veces los vemos, sombras perdidas en las sombras, su presencia es tan breve que se convierten en recuerdos vagos, situaciones improbables que la ciencia de nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestro mundo los condena a nunca haber estado ahí, a nunca haber sido. Su presencia entonces se convierte en chistes como el de la hermosa exploradora y el yeti, o aquel homofóbico y homofílico del vampiro fronterizo que más que buscar morder tu cuello prefiere buscarte el recto. Otras veces los monstruos se convierten en anécdota divertida, contada por un ebrio alrededor de una fogata; y en algunas ocasiones es un adolescente quien la intercala de palabrotas para demostrar a los demás lo valiente que es y para tratar de explicarse a sí mismo qué fue lo que vió. Los escritores, particularmente aquellos que aspiran a comprender a los monstruos, han narrado sus historias para honrar su memoria y de paso ganar unos centavos; y a veces, pero sólo a veces, esos centavos se convierten en fortunas.
Mas hay otras ocasiones, pocas extrañamente, en que una historia de monstruos es narrada con miedo verdadero, y respeto sumiso por aquellos que pueden hacernos sus presas y despojar a nuestros huesos de sus abrigos de piel viva. Quizá ésta es una de esas ocasiones.
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Fue hace mucho tiempo, cuando el mundo, sin ser joven, no era tan pequeño como ahora. El monstruo por supuesto no tenía nombre ni origen, aunque se contaban muchas historias al respecto. Esa noche merodeaba por los lugares llenos de árboles y de sombras en un bosque cercano a un pequeño e insignificante pueblo, esperando alguna ocasión de hundir sus colmillos y sus garras en algo vivo, algo que lo alimentara con su carne y su sangre y se llenara de terror a la vista de su piel reseca y apestosa.
Nuestro monstruo llevaba ya mucho tiempo llenando las noches de la comarca con los murmullos silenciosos que relatan el miedo; muchas víctimas ya, y eso no se podía ignorar. Por lo tanto, había hombres temerarios y quizá algo imbéciles buscando la ocasión de toparse con él y probarle al mundo qeu su valentía no eran solo palabras fatuas de taberna.. Solo uno de ellos no pereció horriblemente: era un cazador realmente profesional. Y si bien no creía en el tal Terror de la Comarca, sí estaba dispuesto a ganarse la recompensa que, según rumores, el alcalde del modesto pueblo ofrecía por la cabeza del monstruo. La noche en cuestión, nuestro Cazador iba bien aprovisionado de armas y municiones, incluso se había tomado el trabajo de afilar su ancestral hachón de guerra, heredado por no se sabía qué antepasado primitivo, melenudo, saqueador y violador de antiguas aldeanas.
Nuestro Monstruo aguardaba en una curva de la pequeña vereda que comunicaba el bosque con el pueblo, lamiéndose los labios e imaginando el sabor dulce de la carne humana. Tenía hambre, un hambre que el instinto convertía en urgencia y en desesperada agitación. El Cazador, a sabiendas de que ése era el pricipal foco de las muertes, caminaba sus grandes trancos de hombrón fornido, haciendo tintinear cada metal que conformaba su arsenal, desde el pavoroso pistolón de perdigones hasta el último de los cuatro cuchillos, pasando por la medievalmente anticuada espada en su vaina y su tahalí. El hachón de guerra oscilaba con cada movimiento de sus brazos de orangután y zumbaba levemente, hiriendo de muerte al aire una y otra vez.
El Monstruo podía ser una criatura "antinatural", pero de estúpido no tenía una escama. Acallando con una muda exhibición de dientes el gruñir de su estómago, dejó pasar al Cazador a sabiendas de lo que significaba aquel impresionante y sonoro colgajo de mortales objetos. Contrajo su nariz, borracha del olor a comida sudorosa, entornó otro poco los viperinos e infernales ojillos y esperó. Todavía más.
En ese momento el Cazador se detuvo al final de la curva, más asombrado de lo que jamás había estado en su vida. Con azoro sintió su respiración un poco más agitada, y no precisamente por el esfuerzo de cargar tanto aparejo y armamento. Se miró las manos; el vello del dorso estaba erecto, y sus palmas estaban frías y húmedas; igualmente, un leve temblor de escalofrío palpitaba en su nuca, por no hablar del pausado pero retumbante tambor de su corazón que iba a resonar al final en sus sienes. El asombro se mezclaba con el miedo; asombro de estar asustado y asustado de tener miedo. Tenía razón para sentirse así, al fin y al cabo: ni cuatro lobos hambrientos ni un oso cebado en carne humana, enfrentados en respectivas ocasiones lo habían hecho flaquear: les había hecho frente como un león, noble y valiente, y los había masacrado con un sentido de justicia absoluta; después de todo, los lobos diezmaron el ganado de diez granjeros y el oso había asesinado y medio devorado a una madre y su hijo de seis meses. Y ahora, pensó molesto, bastaba con cruzar una vereda abandonada y triste para ponerle los pelos de punta. No, no lo entendía.
Pero es que nuestro buen Cazador no creía en el tal Monstruo. Él sabía, por las leyendas y los pocos testigos de la sangre derramada (y después bebida casi toda), que iba a matar a "un engendro diabólico", una especie de dragón o lagarto de ojos rojos y aliento de demonio. Por su parte, en su fuerte corazón creía firmemente que lo más que iba a encontrar era a un oso enorme, quizá, con un caso grave de sarna en todo el cuerpo, quizá. Con un resoplido insolente, mas tornando a silbar un poco demasiado escandalosamente, el Cazador siguió por la vereda, hasta el punto de la última muerte, no lejos de la curva en el diminuto camino.
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Esperó por mucho, mucho tiempo. El hambre le creció como una hoguera, urgiéndolo a dar rienda suelta a sus sentidos y localizar una pieza de inmediato, cualquier cosa: un conejo o un ciervo. Incluso un magro murciélago o una rata... algo.
Pero el Monstruo sabía que los conejos y ciervos ya hace mucho habían huído o catalogado su olor; no saldrían, y los animales pequeños eran escurridizos o absolutamente inalcanzables, volaban o cabían en los mínimos resquicios. Bufó, el vaho como un chorro de maldad por sus fosas nasales, y miró el camino que se perdía en la espesura. Venteó; el olor humano y el metal asesino que cargaba, sudor, perfume barato de mujer y óxido. Algo de licor. Y poco después, humo, dos clases: tabaco y madera, una pipa y una fogata. No estaba lejos. Los olores eran vaharadas de precaución y desesperación yendo y viniendo del aire a su cerebro. Pino y sangre. El hambre aulló. A regañadientes, pero aceptando el hecho con la lógica de lo salvaje, decidió que ya tenía una presa. Solo tendría que ser más cuidadoso, y más rápido y contundente de lo normal.
Comenzó a moverse, sin ruido.
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Dió una fumada a su pipa, sin dejar de escudriñar con todos sus sentidos el muro de árboles que lo rodeaba. Tras de éste, un búho susurraba sus instintos y le daba al lugar un sentimiento de desolación.
El Cazador tomó un trago del odre medio vacío que cargaba y echó otro madero al fuego, disponiéndose a escuchar al bosque y esperar a que pasara la medianoche, tiempo estimado por la creencia popular en el que el Monstruo mataba. No era un ejercicio ocioso, pues el claro en el que reposaba estaba muy próximo al centro del bosque, que era muy pequeño, y con solo la observación y escuchando con mucha atención se podía saber dónde estaban los depredadores, osos, lobos y linces y obviamente, pensaba él, sería igual con el Monstruo.
Siguió fumando, sentado en la tierra frente a la hoguera, con una mitad de la mente en el bosque y la otra en su pueblo, donde el Trampero seguro no podía dormir. De hecho, el pobre hombre no podía ni cerrar los ojos sin ver aquella Cosa; destrozando, desgarrando; abriéndose paso de un extremo al otro del "venado macho más grande que jamás había visto", reduciendo al aterrorizado y resollante animal a trozos de carne y litros de sangre, dejando nada más que huesos y la cabeza astada que ya jamás resonaría al frotarse en los abetos centenarios ni las lides por un harén de hembras en celo... El pobre Trampero no podía ni permanecer solo en un cuarto en penumbras desde aquella noche en que vio al Monstruo alimentarse obscenamente para luego olisquear el aire gruñendo. Cuando la bestia volvió el rostro horrendo y el hombre miró sus ojos mirándolo a él, brillando con aquella luz azul verdosa que sólo podría haber salido del Infierno, su corazón enloqueció, bombeando aterrado cada vez que la noche caía, y así fue hasta su muerte. Pero eso es otra historia.
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Ahí estaba y el momento debía ser ése. El Monstruo entornó sus ojos infernales y se tensó entero: cuerpo, mente y acaso alma eran un enorme resorte comprimido. Con trabajos logró acallar un gruñido de ansiedad; su estómago gruñó. Y la magia comenzó a trabajar.
Un paso, otro más; sus pies eran suspiros de un fantasma y los arbustos que apartó fueron de algodón. Tres pasos, cuatro. Silencio. El Cazador cabeceó un par de veces, indefenso, mortal como cualquier criatura de la tierra.
El estómago del Monstruo sintió el olor de la carne y protestó de nuevo, con un nuevo gruñido que para el bosque pareció el fragor de un terremoto.
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Abrió los ojos como si despertara de una pesadilla. Sintió más que notar la oscura presencia, y volvió el rostro al mismo tiempo que una manaza salía disparada hacia el hachón. Lo que vió lo hizo olvidar sus armas o si las traía, en dónde estaba o para qué estaba ahí. En dos eternos segundos se dio cuenta de que todas las leyendas tenían su fundamento. Ante él, encorvada, gruñendo y con los ojos llameando un fuego azul estaba la criatura más horrible que jamás hubiera siquiera imaginado. Erguida sería aun más alta que él; con músculos como correas, estirados y sólidos, en una trama de cables duros como el metal, bajo la piel horrenda cubierta de escamas, como el Trampero había dicho, pero no igual a un reptil; todo su cuerpo estaba forrado de láminas que parecían trozos de carne muerta a punto de caerse una a una y dejar al descubierto algo más asqueroso. Las fauces mostraban dientes largos como cuchillos o trozos de vidrio aguzados, sorprendentemente blancos en un ente tan horrible y -ahora el Cazador estaba seguro-, tan sanguinario.
La criatura sabía que no podía retroceder ahora y por lo demás, su naturaleza no lo contemplaba. Gruño más fieramente, ya sin ocultar el hambre que ondulaba en su voz y bailaba en el fondo de sus diabólicos ojos. Saltó tratando de tomar por sorpresa al hombre, de aturdirlo con el golpe y el impulso y de causar algún daño primario con las garras, que mandó por delante. No contó con el miedo que volvió al Cazador más fuerte, más rápido, desesperadamente mortal.
Su contacto resonó como algo grande y seco chocando con algo grande y húmedo. Sin embargo había un tercero implicado: el hachón de guerra; cuya parte superior, esto es, los extremos de las medias lunas y la punta opuesta el mango que terminaba en un agudísimo huso, se clavaron en la piel dura como las de los tiburones que el Cazador alguna vez había visto en una visita a los mares del norte. De entre los pliegues y láminas de carne pútrida, un líquido oscurísimo que en la noche era jarabe de ébano surgió, manchando la camisa del Cazador. Los dos cuerpos rodaron en el pasto y los tréboles del claro lejos del fuego y, para desgracia del Cazador, lejos de cualquier otra arma.
Ambos dejaron de rodar y el Cazador, totalmente fuera de sí, alejó de un empellón a aquel asqueroso demonio. La criatura, lejos de perder el equilibrio, rodó sobre sí misma y se plantó, ambas patas firmes, de cara a su presa, resollando por el dolor y la rabia y el hambre, la cual exigía su sacrificio. Un velo de oscuridad cubría su pecho y lo tornaba en un hoyo lleno de vacío y olvido; una ventana al infierno sólo maculada por las tres heridas medio encubiertas por las escamas.
El Cazador sabía -temía-, que había cometido un error; la bestia estaba herida y por tanto era más peligrosa, cosa que comprobó inmediatamente. Antes de que pudiera tomar la medida al abominable enemigo, el Monstruo dio un paso breve y raudo, y una garra filosa chocó con su rostro. Mientras el dolor insoportable lo llenaba y lo sacudía entero, la escena permanecía fija en su cabeza: muy, pero muy lentamente, su memoria reconstruyó la silueta odiosa tomando impulso mientras el brazo comenzaba a dispararse; la pierna repugnante flexionándose, avanzando y posándose a pocos centímetros de su anterior emplazamiento, mientras el brazo ya completamente extendido bajaba velozmente, la zarpa crispada en forma de garra. Después la oscuridad y el dolor. El Cazador, aturdido, se dio cuenta cómo sí había visto atacar al Monstruo, pero la rapidez del ataque había sido tal que su mente lo comprendió hasta unos segundos más tarde. Así, mientras sentía el dolor, una descarga de miedo puro lo hizo blandir a ciegas el hachón ante sí. El arco de sibilante muerte tuvo la virtud de frustrar otros dos ataques de la bestia, que ya iba por el cuello de su víctima. Al fin el dolor fue tanto que dejó de doler, y el Cazador pudo abrir el ojo izquierdo.
Ante él la bestia, los ojos plenamente abiertos, la horrible nariz dilatada -y aun así no más que dos fosas en medio del rostro repelente-, la respiración frenética, esperaba otra oportunidad. El Cazador con el terror vertiginoso nadando en su sangre, supo o creyó saber lo que tenía que hacer. Esta no era, como en otras ocasiones, cuestión de paciencia o astucia, de puro tesón o de la tecnología entonces avanzada de las armas de fuego. No, ahora se trataba de fuerza bruta y salvajismo. Y absolutamente nada más. Así que esperó la embestida, hacha en alto y la rabia saliendo de él en un gruñido que se convirtió en un grito de muerte al embestirse los dos animales uno al otro.
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Pulgada a pulgada, el Monstruo viajó por el aire hacia la presa, mientras seis pares de ojos observaban todo desde los arbustos lejanos.
Vieron como la gran mole de escamas pútridas parecían caer hacia el hombre, que al mismo tiempo asía a dos manos la ingente y horrible máquina de destrucción, que blandía hacia atrás y un lado, y luego impulsaba con brazos enormes y musculosos hacia el Rampante Engendro, mismo que recibió el golpe divisor justo en un costado. Un mar de sangre negra brotó y un aullido de puro dolor cortó el aire húmedo del bosque, y el Monstruo cayó al suave césped, que esperando el rocío de la mañana recibió en su lugar la maloliente lluvia de gotas negras, y la tierra bebió con el ansia de siempre.
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Al amanecer siguiente, en la aldea, un hombre cansado con sus anchos y macizos hombros encorvados entró por las puertas cargando un enorme hachón celta de guerra en su mano derecha, la hoja cubierta de sangre negra que jamás se borraría; en la izquierda llevaba el trofeo que le daría fama en todos los reinos circundantes, la macabra y horrible prueba de la hazaña que le daría una parcela de tierra y una vida muelle, acorde con su prematura cabellera blanca, y paz monetaria para disfrutar en compañia de muchas mujeres y mucho vino, a pesar de la horrible cicatriz que le cruzaría la cara, desde la barbilla hasta el ojo vacío.
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En el bosque, poco antes de que saliera el sol, los tres olisquearon los restos chamuscados de lo que quedaba del Monstruo. Gruesas lágrimas salían de los seis ojos azules verdosos, y un gemido triste cruzaba sus gargantas.
A partir de entonces, con el relato gruñido en una noche triste, los sobrevivientes de aquellas criaturas aun hablan de esos monstruos que vagan por los bosques, arrastrando gigantescas cosas que cortan un cuerpo en pedazos, monstruos que no se comen a los que matan como debe ser, sino que les cortan la cabeza y luego convierten los cuerpos en pedazos, tan solo para quemarlos en fuego crepitante, como aquella hembra y sus cachorros pudieron ver desde los lejanos arbustos, hace mucho, mucho tiempo.
Hay que tener cuidado, gruñen; los monstruos existen, y no son leyendas. Y cada día son más.
Fin.