Quise contar las veces que te he perdido, y he llegado a la conclusión de que no hay sistemas para calcularlo. Es que me he dado cuenta de tu naturaleza furtiva, y encontré una mordaza con todos tus nombres en ella que hace juego con la mía.
Así, no puedo hacer un recuento de extravíos porque nunca he sabido si realmente te tenía.
Vinieron a saludar por supuesto, esas partidas de ajedrez contra el miedo; aquellas veces que me sentí diminuto y esas otras en que en efecto lo era. Incluso una donde, modestia aparte, yo era más grande.
Recordé algunas veces en que yo no pude darte lo que tú querías. Otras veces en que tú preferiste ser de y con alguien más, o ser sólo tuya. Días en que tu vida estuvo demasiado llena como para contenerme a mí también.
Ocasiones en que llegué tarde y tú ya te habías ido.
Desencuentros. Ausencias. Silencios empecinados. Palabras inertes.
Momentos larguísimos en que nos llamamos y nunca nos escuchamos de verdad.
Para serte brutalmente honesto, ojalá pudieras ver que cualquier otro ya se habría rendido y decidido a irse. Bueno, continuando con eso de la honestidad, yo no soy cualquiera. La mayoría de las veces me has enseñado a guardar silencio para después sentarte ahí, altiva y hermosa, y modesta e incrédula, y a veces francamente desdeñosa, esperando mi voz, impaciente. Con una o dos excepciones sin embargo, siempre silenciosa. ¿Y dónde está tu voz, me pregunto?
Y como he de prescindir de ultimátums y reproches y chantajes sentimentales, que a mí tampoco me gustan, sólo puedo pensar en contar las veces que te he perdido.
Ojalá algún día pueda contarte el día que te encontré.
Afuera la luz nueva, que quema y enceguece, que atosiga, que sofoca. Mientras siento las sombras viejas regresar al interior.
Porque mi voz se perdió en el camino y no llegó a tus oídos que ya se van de nuevo.
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