viernes, 26 de mayo de 2017

Un Halo de Amor Doble. Cajita de Maravillas.


Un Halo de Amor Doble.


    Salió del baño con ese andar medio de pato, medio de payaso que es evidencia de que se está listo para dejar la vida un rato. Las pantuflas chasquean levemente de camino a la cama. Las noches están al dente, así que sólo usa el pantalón de la piyama y una vieja camiseta deslavada. En la cama, Elena le sonríe súbita y sorpresivamente; no es su sonrisa "de calle", tampoco el brillo de magnesio que ahora es exclusivamente para los niños y que solía ser suyo, si mal no recuerda, hará unos quince años. Tampoco es un gesto forzado de reconciliación propuesta después de estos días algo tensos. No, es la sonrisita inconsciente, generalmente acompañada de un lento parpadeo doble -ah, ahí está-, que Elena ignora, él ha aprendido a reconocer como su invitación gestual a esa montaña rusa conocida en algunos círculos un poco cuadrados como Sexo Marital, Nivel Previo a la Segunda Década. Él corresponde con su respectiva sonrisa de sátiro que ella ama odiar u odia amar, dependiendo del estado de un millar de cosas, entre ellas posiblemente la variabilidad de la densidad molecular de la Luna, según en qué fase se encuentre.

    Esta noche, sin embargo, una vez que las sábanas evidentemente estorban y Elena sale del algo aburrido camisón de algodón color Ama de Casa Casi Cuarentona, es patente que no sólo está receptiva, sino bastante emisora. La cosa no llega al estrato Por-si-extrañabas-la-Luna-de-Miel, pero sí es un eco vívido de aquel lascivo Segundo Año de Noviazgo. Y bueno, tampoco se trata de provocar pesadillas a los dos preadolescentes que duermen al otro extremo del pasillo.

    Elena, que mañana desconcertará a sus hijos con una dulzura algo inusual en estos días y un inexplicable fulgor matutino, yace unos momentos en plenitud; en furioso rubor cutáneo; en un rocío feliz de sudor que la cubre de pies a cabeza. Él, exhausto como hace mucho no lo ha estado, conoce sin embargo el protocolo y se dispone a cumplir, esta vez con auténticas adoración y gratitud, con la delicada deferencia del Arrumaco Postrero, aun cuando sus párpados ya comienzan a absorber gravedad a puñados. Elena sin embargo, se la perdona con infinita diplomacia, en la forma de una mano en el pecho húmedo que acaricia y a la vez disuade. Sella el consenso con un suave pero rápido beso. Ambos recuperan su espacio personal e inician el declive hacia un reposo real y auténtico después de semanas de compartir la cama embadurnada con reproches en voz baja; decenas de noches desincronizadas donde uno de ellos invariablemente permanecía en la vigilia una o dos horas de más, el rencor camuflado por la respiración del otro.

    Es segundos antes de dormirse cuando Elena vuelve a poner la tapa en su secreto, una minúscula cajita de maravillas que nadie más conocerá, tal vez nunca. Es un poco más alto, barba incipiente; la mira con ojos melancólicos y sabe instintivamente qué caricias aplicar con tierna firmeza y en qué lugares exactos de su cuerpo, a fin de devolverle el calor y la humedad que una vez comenzó a perder. Y por supuesto físicamente es superior, aunque su apariencia varía en ocasiones, hecha como está de varias fuentes: la barba puede ser más tupida, los pectorales más o menos firmes. Eso por supuesto, por no hablar -¡nunca!- de la absoluta infalibilidad y versatilidad de características atribuídas a su decididamente maravilloso miembro viril.

    Elena duerme en un halo de amor doble esa noche, y lo hará regularmente a partir de entonces.

    Y él, el amante imaginario, los mira orgulloso y sonriente; satisfecho en su no-existencia antes de volver a las neuronas de Elena y sus microscópicas tormentas eléctricas; sabedor de cuánto difiere y cuánto se parece también al que ahora duerme en feliz ignorancia. Se desvanece silencioso en los sueños de Elena, hasta que ella lo vuelva a necesitar.






viernes, 19 de mayo de 2017

Brea Hirviendo. Vergüenza de Género Rampante.

Brea Hirviendo.


    La mujer más mala que conozco no merece tener su nombre hollado con adjetivos. No merece un rostro hinchado, ni cubrir las manchas oscuras que deja la rabia.

    No merece el escarnio de minúsculas letras punzocortantes, tampoco la brea hirviendo de idiotas blandiendo bolígrafos, ebrios del soma del "así son las cosas".

    No merece el miedo que apesta la calle oscura, no merece ser medida ni valuada en cantidades de tela usada o sin usar. Ni ser ejemplo o moraleja. No debe ser Caso, Hecho, Nota...

    La mujer más mala que conozco no merece que mi rabia sea tan inútil, mi impotencia sea absoluta, mis puños diminutos, que mi voz no sea estentórea. No necesita mi vergüenza de ser hombre, ni le sirve si tengo la conciencia limpia o sucia.

    Y no debería ahogarse en el miedo de ser mujer.




jueves, 18 de mayo de 2017

Esa Voz de Ángel Caído. Chris Cornell, 1964 - 2017.

    Cuenta la leyenda que Nevermind, el disco de Nirvana considerado punta de lanza del movimiento que por alguna razón se llamó Grunge, en honor del estilo desenfadado de vestir de los veinteañeros de Seattle, se adelantó por alguna razón al lanzamiento de otro: Superunknown, de Soundgarden. La lógica de la pasión quiere argumentar que Superunknown debió ser el disco bandera del movimiento también conocido como "Alternativo". Especular con la historia, sin embargo, es poco menos que inane.
   
    Lo cierto es que a nivel personal, Superunknown y los trabajos sucesivos de Soundgarden fueron parte vital del soundtrack que coloreó mi segunda década de vida. Y gran parte de ello es debido a Chris Cornell. En mi opinión y preferencia, Cornell tenía una de las voces más hermosas de su generación, y esa belleza consistía en ese rango generalmente rasposo y estridente, a veces hasta meloso, definitivamente melodioso, y en ocasiones de plano alcanzando el prodigio.
  
    La muerte de Cornell, el miércoles 17 de mayo de este 2017, hasta el momento en que escribo sin aclaración, posiblemente no resuene tanto como la de Kurt Cobain. Probablemente sí. Nuevamente, a nivel personal, sin ser necesariamente tan impactante como otras que acaecieron en el fatídico año pasado, sí reviste sin embargo un significado especial.
   
    Andrew Wood. Lane Staley. Shannon Hoon. El mismo Kurt Cobain. Scott Weiland. Y ayer, Chris Cornell. Una lista que prácticamente representa el Who's Who de una época insoportablemente breve, como un fuego fatuo que por excepción para confirmar una regla, debió arder por más tiempo, y no alcanzó a arder ni un lustro. Un incómodo recordatorio de hacia dónde nos dirigimos ineludiblemente. Una paradoja que implica que aunque sus protagonistas se vuelven inolvidables, la vida sigue borrándolos del mapa. Como si el recordatorio de que tus veintitantos fueron precisamente hace veintitantos no fuera suficiente.
   
    Según sé, un "Soundgarden" designa a un conjunto de tiros de chimenea oriundos de Seattle, que tiene la propiedad de producir un sonido especial con la acción del viento. La voz de Chris Cornell, esa voz de ángel caído que cantó de amor y de dolor, de suicidio y adicción, de violencia y revolución y todas las cosas de las que generalmente se canta, está grabada y viva para siempre, y casi seguramente aun hay canciones por descubrir. Pero quizá esa voz también ahora se une al viento sobre los techos de Seattle. Ojalá así sea.




viernes, 12 de mayo de 2017

Nadie más tenía oportunidad. Un juego que nunca termina, o no debería.

Nadie más tenía oportunidad.


    Ella esboza una sonrisa discreta, pero cargada de ironía y no exenta de cierta lástima, pero es evidente que disfruta el momento. El efecto es contundente, definitivo; su cuerpo maduro se distancia sólo centímetros del erróneo hombre, pero ese gesto aunado al lentísimo volver de su cabeza y obsequiar al popote en su bebida con sus labios brillantes significan invariablemente: "Ahora puedes retirarte".

    A la distancia, él sonríe complacido y bebe de la expresión de su rostro, pero siente la ansiedad del nerviosismo mordizqueando otra vez. Ahora es su turno. Toma un sorbo de su propio vaso y fija la vista en su cara a través de la atestada barra; las facciones aun delicadas que el Tiempo, sin embargo, ya ha marcado con sutil e inclemente caricia: a cada lado de su sonrisa de Gioconda, bordeando la comisura de sus ojos. Esa belleza de supernova que susurra el fin de la lozanía. Él la encuentra adorable.

    Ella descubre su mirada a través de la luz y la distancia. Sus pupilas se encuentran con fugacidad, los brillantes labios se arquean un poco más. Sabe que él ha estado mirándola y espera con disimulo de esfinge. El intento de abordarla parece ahora inminente. Mide su tosca y algo torpe apostura, aprueba el preciso corte del saco y el grosor delicado de las rayas en la camisa. Al igual que él, aprecia las evidencias del tiempo en el gris salpicado en sus sienes, el trazo fino de las minúsculas arrugas en torno a sus ojos ordinariamente marrones pero fieros y dulces a un tiempo. Sus párpados se entornan, los irises claros bajan brevemente a su vaso y retornan al cauce eléctrico del encuentro de sus miradas. Su corazón aumenta el ritmo al ver la promesa indiscreta en su su suave sonrisa torcida y un todavía más leve asentimiento. Ella se mueve apenas en el taburete: el permiso está dado, la invitación aceptada.

    Él se acerca y ocupa el taburete vacío con lenta, determinada agilidad, enmascarando el latir de la adrenalina y el cosquilleo de las terminaciones nerviosas y la ansiedad por ceñirse a su cuerpo ya. Murmura la astuta mezcla de saludo, piropo e insinuación ensayada un millón de veces pero adecuadamente improvisada, que debe ser sólo para ella pero contener tantas cosas predeterminadas a la vez.

    Ella finge tranquilidad, evitando revelar su contento, su satisfacción de saberse atractiva y deseada por él; imprime la suficiente dosis de desinterés y paciencia, retándolo a probarse diferente de los tres hombres que ya la han abordado hoy con torpeza, con descaro o con absurda ingenuidad. Pero su ademán, la forma en que voltea su cuerpo hacia él, el tono de sus preguntas y respuestas, meloso y suave; todo la comienza a delatar: ha esperado por él toda la noche. Y él lo sabe.

    Lo que sigue es una sinfonía silente de palabras y gestos, manos pasadas inconscientemente por el pelo, miradas ora lánguidas, ora directas, roces y toques; las manos de ambos viajan de uno al otro: el roce en el brazo, la mano en el muslo, una caricia en la mejilla. una coreografía de ballet milimétrico, un aria de conquista.

    A poco se disponen a partir. Ella se ruboriza levemente, sabe que habrá quien la observa y supone a dónde la llevara él, pero al mismo tiempo sin tener la mínima idea. Él contiene su ansia por ella, paga la cuenta exultante ante la mirada aprobatoria del barman y su sonrisa mal disimulada. En el camino sus ojos se encuentran con los de uno de los rechazados y no puede evitar sonreír y pasar un brazo sobre los hombros de ella, a un tiempo protector, ambicioso y burlón. Sabe que nadie más tenía oportunidad.

    Un poco más tarde, ambos yacen a media luz en una cama revuelta y descarada, y ríen entre su agitación y saciedad al notar que ambos se han vuelto a poner los anillos. Entrelazan sus manos ensortijadas y se acurrucan, y sin darse cuenta caen dormidos.

    Quizá sueñen con un juego diferente para la próxima vez.



viernes, 5 de mayo de 2017

Nada menos que Mujer. Una triste coincidencia.

Nada Menos Que Mujer.


    A veces no comprendo por qué no sabes que posees la mitad del mundo. Si sé que lo has regalado, y muchas cosas más, con una sonrisa y una caricia. Pero también te he visto en cadenas, despojada como una amazona descompuesta. Te he visto también morir, confundiendo el miedo con amor. Y eso no debe ser, nunca más.

    Mujer, amada mía, compañera: cuídate de mí cuando sea un monstruo, o mejor aun, mata la demencia desde la cuna con ese infinito amor tuyo que puede quemar dolores, desmenuzar montañas y disolver mis guerras. Repúdiame, despréciame y bórrame así del mundo.

    Mujer, esposa, madre, hermana mías; mitad perdida de mí que busco entre gritos: el sacrificio no sirve y no vale nada cuando no es voluntario; eso es esclavitud, eso se llama Olvido. No te rindas a él.

    No quiero inclinarme ante ti, ni quiero verte de rodillas sobre mi sombra. Quiero poder mirarte a los ojos y mirarme en ellos  como soy, no como puedo ser ni como tú quieras que sea o creas que debo ser.

    Mujer, no somos dioses uno del otro; ni rey ni reina; no somos amos ni dueños ni esclavos; no somos juguetes. Somos Mujer y Hombre, ni más ni menos.

    Porque te quiero; te quiero libre, te quiero fuerte. Te quiero feliz. Te quiero viva. Inteligente. Digna. Poderosa.

    No diva, ni esclava, ni sacerdotisa ni hechicera, ni virgen, ni puta, ni cocinera. No quiero sólo adjetivos ni sustantivos.

    No seas nunca nada menos que Mujer.