Un Halo de Amor Doble.
Salió del baño con ese andar medio de pato, medio de payaso que es evidencia de que se está listo para dejar la vida un rato. Las pantuflas chasquean levemente de camino a la cama. Las noches están al dente, así que sólo usa el pantalón de la piyama y una vieja camiseta deslavada. En la cama, Elena le sonríe súbita y sorpresivamente; no es su sonrisa "de calle", tampoco el brillo de magnesio que ahora es exclusivamente para los niños y que solía ser suyo, si mal no recuerda, hará unos quince años. Tampoco es un gesto forzado de reconciliación propuesta después de estos días algo tensos. No, es la sonrisita inconsciente, generalmente acompañada de un lento parpadeo doble -ah, ahí está-, que Elena ignora, él ha aprendido a reconocer como su invitación gestual a esa montaña rusa conocida en algunos círculos un poco cuadrados como Sexo Marital, Nivel Previo a la Segunda Década. Él corresponde con su respectiva sonrisa de sátiro que ella ama odiar u odia amar, dependiendo del estado de un millar de cosas, entre ellas posiblemente la variabilidad de la densidad molecular de la Luna, según en qué fase se encuentre.
Esta noche, sin embargo, una vez que las sábanas evidentemente estorban y Elena sale del algo aburrido camisón de algodón color Ama de Casa Casi Cuarentona, es patente que no sólo está receptiva, sino bastante emisora. La cosa no llega al estrato Por-si-extrañabas-la-Luna-de-Miel, pero sí es un eco vívido de aquel lascivo Segundo Año de Noviazgo. Y bueno, tampoco se trata de provocar pesadillas a los dos preadolescentes que duermen al otro extremo del pasillo.
Elena, que mañana desconcertará a sus hijos con una dulzura algo inusual en estos días y un inexplicable fulgor matutino, yace unos momentos en plenitud; en furioso rubor cutáneo; en un rocío feliz de sudor que la cubre de pies a cabeza. Él, exhausto como hace mucho no lo ha estado, conoce sin embargo el protocolo y se dispone a cumplir, esta vez con auténticas adoración y gratitud, con la delicada deferencia del Arrumaco Postrero, aun cuando sus párpados ya comienzan a absorber gravedad a puñados. Elena sin embargo, se la perdona con infinita diplomacia, en la forma de una mano en el pecho húmedo que acaricia y a la vez disuade. Sella el consenso con un suave pero rápido beso. Ambos recuperan su espacio personal e inician el declive hacia un reposo real y auténtico después de semanas de compartir la cama embadurnada con reproches en voz baja; decenas de noches desincronizadas donde uno de ellos invariablemente permanecía en la vigilia una o dos horas de más, el rencor camuflado por la respiración del otro.
Es segundos antes de dormirse cuando Elena vuelve a poner la tapa en su secreto, una minúscula cajita de maravillas que nadie más conocerá, tal vez nunca. Es un poco más alto, barba incipiente; la mira con ojos melancólicos y sabe instintivamente qué caricias aplicar con tierna firmeza y en qué lugares exactos de su cuerpo, a fin de devolverle el calor y la humedad que una vez comenzó a perder. Y por supuesto físicamente es superior, aunque su apariencia varía en ocasiones, hecha como está de varias fuentes: la barba puede ser más tupida, los pectorales más o menos firmes. Eso por supuesto, por no hablar -¡nunca!- de la absoluta infalibilidad y versatilidad de características atribuídas a su decididamente maravilloso miembro viril.
Elena duerme en un halo de amor doble esa noche, y lo hará regularmente a partir de entonces.
Y él, el amante imaginario, los mira orgulloso y sonriente; satisfecho en su no-existencia antes de volver a las neuronas de Elena y sus microscópicas tormentas eléctricas; sabedor de cuánto difiere y cuánto se parece también al que ahora duerme en feliz ignorancia. Se desvanece silencioso en los sueños de Elena, hasta que ella lo vuelva a necesitar.