Nadie más tenía oportunidad.
Ella esboza una sonrisa discreta, pero cargada de ironía y no exenta de cierta lástima, pero es evidente que disfruta el momento. El efecto es contundente, definitivo; su cuerpo maduro se distancia sólo centímetros del erróneo hombre, pero ese gesto aunado al lentísimo volver de su cabeza y obsequiar al popote en su bebida con sus labios brillantes significan invariablemente: "Ahora puedes retirarte".
A la distancia, él sonríe complacido y bebe de la expresión de su rostro, pero siente la ansiedad del nerviosismo mordizqueando otra vez. Ahora es su turno. Toma un sorbo de su propio vaso y fija la vista en su cara a través de la atestada barra; las facciones aun delicadas que el Tiempo, sin embargo, ya ha marcado con sutil e inclemente caricia: a cada lado de su sonrisa de Gioconda, bordeando la comisura de sus ojos. Esa belleza de supernova que susurra el fin de la lozanía. Él la encuentra adorable.
Ella descubre su mirada a través de la luz y la distancia. Sus pupilas se encuentran con fugacidad, los brillantes labios se arquean un poco más. Sabe que él ha estado mirándola y espera con disimulo de esfinge. El intento de abordarla parece ahora inminente. Mide su tosca y algo torpe apostura, aprueba el preciso corte del saco y el grosor delicado de las rayas en la camisa. Al igual que él, aprecia las evidencias del tiempo en el gris salpicado en sus sienes, el trazo fino de las minúsculas arrugas en torno a sus ojos ordinariamente marrones pero fieros y dulces a un tiempo. Sus párpados se entornan, los irises claros bajan brevemente a su vaso y retornan al cauce eléctrico del encuentro de sus miradas. Su corazón aumenta el ritmo al ver la promesa indiscreta en su su suave sonrisa torcida y un todavía más leve asentimiento. Ella se mueve apenas en el taburete: el permiso está dado, la invitación aceptada.
Él se acerca y ocupa el taburete vacío con lenta, determinada agilidad, enmascarando el latir de la adrenalina y el cosquilleo de las terminaciones nerviosas y la ansiedad por ceñirse a su cuerpo ya. Murmura la astuta mezcla de saludo, piropo e insinuación ensayada un millón de veces pero adecuadamente improvisada, que debe ser sólo para ella pero contener tantas cosas predeterminadas a la vez.
Ella finge tranquilidad, evitando revelar su contento, su satisfacción de saberse atractiva y deseada por él; imprime la suficiente dosis de desinterés y paciencia, retándolo a probarse diferente de los tres hombres que ya la han abordado hoy con torpeza, con descaro o con absurda ingenuidad. Pero su ademán, la forma en que voltea su cuerpo hacia él, el tono de sus preguntas y respuestas, meloso y suave; todo la comienza a delatar: ha esperado por él toda la noche. Y él lo sabe.
Lo que sigue es una sinfonía silente de palabras y gestos, manos pasadas inconscientemente por el pelo, miradas ora lánguidas, ora directas, roces y toques; las manos de ambos viajan de uno al otro: el roce en el brazo, la mano en el muslo, una caricia en la mejilla. una coreografía de ballet milimétrico, un aria de conquista.
A poco se disponen a partir. Ella se ruboriza levemente, sabe que habrá quien la observa y supone a dónde la llevara él, pero al mismo tiempo sin tener la mínima idea. Él contiene su ansia por ella, paga la cuenta exultante ante la mirada aprobatoria del barman y su sonrisa mal disimulada. En el camino sus ojos se encuentran con los de uno de los rechazados y no puede evitar sonreír y pasar un brazo sobre los hombros de ella, a un tiempo protector, ambicioso y burlón. Sabe que nadie más tenía oportunidad.
Un poco más tarde, ambos yacen a media luz en una cama revuelta y descarada, y ríen entre su agitación y saciedad al notar que ambos se han vuelto a poner los anillos. Entrelazan sus manos ensortijadas y se acurrucan, y sin darse cuenta caen dormidos.
Quizá sueñen con un juego diferente para la próxima vez.
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