Escuchas atento y contando los segundos hasta que tu voz regresa. Ya te cansa un poco esta conversación contigo pero, ¿quién más va a escuchar, si no? Si sabes que nadie más podrá reconocer el hosco viento de tu voz.
Te obstinas sin embargo en caminar por el páramo del morbo, buscando un rostro que se parezca a los que has soñado. Nada más hay, sólo sonrisas de piedra y una palabra que has aprendido a no creer. Detrás del mármol, un miedo atroz a ser como tú ya eres.
Y dejas de caminar. Has perdido el impulso. Comprendes hasta qué medida esta noche es exclusivamente tuya, y cómo serán las demás. Dejas caer el ramo inútil.
Te das cuenta exactamente cómo has sido medido; cómo el oro de tu peso no inclina balanza alguna. Y te vas en silencio, sin hacer daño; inocuo como un fantasma ignorado o un monstruo fabuloso en un bosque zen. Las cosas comienzan a ver su importancia deslavada.
Fragmentado, oscilas entre el dolor silencioso y la indiferencia causal, entre el reclamo amargo y la autoconmiseración; pero te aferras a la inquisición lasciva del Universo contenido entre el encaje (o likra, o seda, o algodón), y la epidermis. Te hollas, te usas y te recreas en tí, y tras tu sonrisa aturdida al final hay más hambre.
Y te exaspera y asombra cómo todo lo demás en el tiempo es susceptible de desintegrarse; pero tú y tu circunstancia, tu caricatura sabatina de todos los días, son irrompibles.
Escuchas gemidos como luciérnagas, como gotas de aire implotando; pero no hay nada en el frasco porque ignoras dónde demonios están; ni radares, ni GPS, ni radiestesia alguna los ubica. Aun venteas y sigues cazando tercamente.
La noche transcurre, casi acaba. El cuerpo reclama la huída a ese apagón inútil, ese hipo cósmico que es el sueño sin Sueños Húmedos.
Y todo esto por un mísero reloj que aun bombeando, se ha jodido sin posibilidades de resurrección. Habría que reemplazarlo con otra cosa.
¿Pero qué?
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